domingo, 9 de diciembre de 2012

Abrigo de lluvia


20.

Abrigo de lluvia.

Era una extraña entereza la que presenciaba con agudo engrandecimiento. No era su delgadez, ni su situación financiera tan creciente, era que en su intimidad y en el andar de sus días de nuevo había encontrado el espacio apropiado para no sólo divagar en sí misma, sino en la creciente congruencia que mantenía sabiamente oculta para los demás y que por mucho tiempo, había guardado celosamente en su retrete. Se daba siempre tiempo para todo, desde su niñez; aún cuando en toda ella conservó su energía para destacar cuando encontrase su verdadera vocación, y no antes, impulsarla  sólo  por responsabilidad pura y no por libertad, así de amor le tenía. Le agradaba tomarse el tiempo para entender, decidir e incluso, para vivir apropiadamente en gusto aún para las pequeñas cosas. Aunque fuese ya adulto eso seguía igual en ella, sin dejar nunca de lado eso sí,  las demandas bien vestidas. Ese atributo de lluvia de la ciudad era como cubrirse con un abrigo rosa y largo. Tan cálido y elegante, como un barco de amistad en lujo ¿Por qué de una buena vez no redefinir su naturaleza ante lo que en este presente su amplitud le demandaba, pese a los temores, las locuras, las incertidumbres; los viejos o actuales cariños? Ya no más casas ausentes. Estaría sólo caminando por lo pronto, en la ciudad abrazada; cobijada con su bufanda propiamente dibujada en su largo cuello. Ciudad en donde al caminar segura estaba que vería la magia de la autonomía propia; nunca ahogada, y siempre en vida. Sofisticado sería como siempre, vivir dentro de su auto plácidamente escuchando la música que siempre imponían las tonalidades de sus crecientes emociones de tan agradable estabilidad en movimiento. No encontraba en la lluvia el desagrado de su frío natural. Tan de la planta de sus pies. Bajo sus medias y ante los zapatos limpios y ya queridos. Era el andar con gracia, sin prisa, debiéndose sólo  al presente momento de su vida agitada en plenitud.
La ciudad tenía que ver con los impulsos que había aprendido de amar y a gobernar viviendo en  cúspide. Esa época era tan magníficamente importante: un hombre que le había amorosamente mostrado lo digno que ella era de merecer credibilidad dentro de su perspectiva; él había sido la primer y única persona que se había dado esa libertad, y ella, lo percibía tal cual. Nada le debería, la voluntad de amarse la hacía conocer la libertad sin desorden, la hacía ver día a día la celebración de la vida sin predecir nunca ante nada ni una sola derrota, sino por el contrario, fue ahí donde la poesía comenzó su curso. Los días de caminatas variadas comenzaron a renacer: en una ocasión, subió una montaña terminando despojada de todo dolor; su cuerpo desmayado unificaba el latido del corazón de la tierra y comprendió que ningún dolor más profundo podría jamás destruir en ella su amor a la vulnerabilidad que tanta fuerza le daba al elegante temperamento que naturalmente poseía. Ocupaba de la gallardía de embellecer la vida, cual viviera;  cual estuviese conociendo.  Por esa época en ella mandaba una confianza amplia y limpia. Dándose cuenta de esto,  había decidido conocer el amor a la investigación en lecturas y pese a ser esto parte de la responsabilidad de un serio programa académico se daba cuenta que esa sería una de sus vocaciones más animadas, ahora ese camino era el que creía jamás abandonar. Por otra parte, la fidelidad a la amistad era una proyección de ampliar el vivir en una amabilidad constante, en ese espacio tuvo la suerte de acercarse apropiadamente a gente culta y amable. Con el tiempo, había descubierto la naturaleza humana, y dejó de creer del mismo modo en la amistad.  Este aliado a otro importante descubrimiento: su amoroso agudeza para resaltar el talento de algunos otros con su natural simpatía, gustaba de hacer lecturas y promover de modo natural los asombros que ella descubría en las sensibilidades ajenas. Aprendió a cambiar esto sabiamente con un método educado: las personas en realidad jamás necesitarían de el realce que ella proporcionaba, entonces aprendió a dejar los espacios de algunos otros en su lugar. Por otra parte, sabía que no dejaría más pasar ninguna lluvia sin ir tras el conteo de sus minuciosas gotas, pues estas le indicaban que la cellisca de ideas era una proceso interesante de intercambio entre la naturaleza con los que toda su mente, ahora disciplinada estaba conociendo. Día a día caminaba a la biblioteca, eran dos personas sus predilectas: una vestía coloridas mascadas en su cuello corto engrandeciendo siempre la atención a su sincera sonrisa.  Y la otra, la de un hombre que siempre se burlaba amablemente del día que ella no fuera puntual a sus adorados pupitres, entonces decía, pasaría algo así, algo insólito. Todo giraba apaciblemente en torno para ella;  el aroma a libro cuidado y viejo que tanto amaba.
Vine por ti, vine por tus cosas para que te vayas a casa.  Le permitió que su padre decidiera por ella, pues la amabilidad que ambos compartían era para ella en su momento de máxima importancia. Tomó sus plantas y las regaló, lo único de valor en su pequeño hogar. Sus abrigos; su amor por el conocimiento por un par de años había estado lo suficientemente satisfecho para alejarse un poco de la dinámica que éste demandaba. Comenzó así una prolongada vida callada.  Sin palabras  y sin lluvias. Sin aromas de libros viejos y cuidados.



Era una extraña entereza la que estaba experimentando. No era su delgadez ni su situación financiera tan creciente, era que en su soledad y en el andar de sus días, de nuevo había encontrado el espacio apropiado para no sólo divagar en sí misma, sino en la creciente congruencia que mantenía sabiamente oculta para los demás y que por mucho tiempo, había guardado celosamente en su retrete. Se daba siempre tiempo para todo, desde su niñez. Le agradaba tomarse el tiempo para entender, decidir e incluso, para vivir apropiadamente en gusto. Aunque fuese ya adulto, sin dejar nunca de lado eso sí,  las demandas bien vestidas. Esa esencia  de la ciudad eran para ella era como vestir un abrigo rosa y largo. Tan cálido y elegante, como un barco de amistad y lujo. Y, ¿por qué de una buena vez no redefinir su naturaleza ante lo que en este presente su amplitud le demandaba, pese a los temores, las locuras, las incertidumbres; los amores? Ya no más casas ausentes. Estaría sólo caminando por lo pronto, en la ciudad abrazándola; cobijada con su bufanda propiamente dibujada en su largo cuello. Ciudad en donde al caminar segura estaba de que vería la magia de la autonomía propia; nunca ahogada, y siempre en vida. Sofisticado sería como siempre, vivir dentro de su auto plácidamente escuchando la música que siempre imponían las tonalidades de sus crecientes emociones de tan agradable estabilidad en movimiento. No encontraba en la lluvia el desagrado de su frío natural. Tan de la planta de sus pies. Bajo sus medias y ante los zapatos limpios y ya queridos. Era el andar con gracia, sin prisa, debiéndose sólo  al presente momento de su vida agitada en plenitud.



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