jueves, 3 de octubre de 2013

Las uñas, el alivio.





 Pesan los dedos

las uñas

la sangre,

 el alivio

 

la seriedad de una vida

de una vida   que   ha  quedado a merced de la Mar

 

 Se ha incubado la delicia

 

Menesterosos los que pasan sonrientes ante sus días sin mirar al prójimo quebrantado.

Feliz la mentira que duerme cerca de tu cama

 

pesan los dedos

las uñas

la sangre,

 el alivio

 

Dichoso el agobio de no darse por vencido

 se hospeda

 en el frescor del césped.

 

En las estrellas quedan sus ramas

los recuerdos,

en penumbra florece en abundancia

 la soledad resistente,

tan incapaz de justifica malestar

 

pesan los dedos

las uñas

la sangre,

 el alivio

 

la encara, la adorna

sin dejar de oler las pestes

 sin dejar de nombrar las flores

 sin dejar

 ni callar

 

eres como el poeta al que acuden  las sedientas almas

que de vez en cuando anticipadas vienen a dejarte palabras sin fonética

 sin color

 

pesan los dedos

las uñas

la sangre,

 el alivio

 

Diana Rosas Castro.

Octubre 3, del 2013.
 
 


Auguste Rodin.
 

sábado, 28 de septiembre de 2013

Habitad, alivio.

Habitada en alivio

La vida cae en sus tobillos
los embebe
los congela

cae por fin
amarilla
  silenciosa

 la serenidad al atender una vida
le pone atención
y la decora;
se distrae y se abandona
 como el azul del lago,
 dulzura de una nota alargada sin palabra


El amanecer queda en un pin en la cortina de su ventana
 lo sostiene al lado del sillón negro
 lo protege del cielo
de ti

Quedaría tan expandida entre labios
  en la serenidad  de una cama blanca
bien habitada
se hospeda por ahora
en la estructura del esqueleto del tronco
Expandida sobre raíces

¿En qué parte se oculta?
¿Dónde sembrar?
Blanco

amplitud implorada
hincada queda por las mañanas separa de sí misma
ordenando los miedos  como su rompa limpia dentro de cajas pequeñas
las quema arrojándolas en el túnel del desamparo

Transparencia adherida,
soltura prometida
una cada día,
 una cada hora

 entre cafés, entre silencios,
entre tazas llega siempre puntual a su cita con el destino solucionado
en la copa, la anula a la tortura,
la decora
con rituales con silencios llenos de cielo
Diana Rosas Castro. Septiembre 27, del 2013.




martes, 24 de septiembre de 2013

Como boca de mar abierto




                                                          "En dos partes dividida/ tengo el alma en confusión:/ una, esclava a la pasión,/ y otra, a la razón medida". Sor Juana.



Al cerrar la conversación con el 'hasta luego' reconoció el recorrido de las melodías de una serenidad excitante. Enamorada en soledad; entre esas sus costillas trabajadas. Lloraba; reconocía en el auto, ese sabor angustioso... divertido.

 No sabía qué hacer con ella: lloraba; se tranquilizaba. Derrotada dejaba que el azul de la noche la abrazara terminando obvio, seca en llanto. ¿Cómo era posible que a todo su torrente en fuerza; por esta ocasión ,debía regenerase sola y encima, en sí misma? Impulsada  por el incontrolable y colorido temperamento. 

Qué historia tendría la vida para ella. Ni respirar la había dejado. Elegida (ante la vida se consolaba) por esa fuerza interna que poco a poco se había transformado en su peculiar cualidad; no podía descansar, las lecciones de vida le llegaban de visita a su casa con demasiada constancia. 

Siempre desayunaban en su comedor, o salían en fila debajo de su cama, algunas veces en silencio, otras de golpe, matándola temporalmente por meses.


Había descubierto su ser mujer entre desdichas, quebrantos, errores y desiluciones.

 Conocía la virtud de la ironía misma que le parecía suprema a tempestades, se la habían metido en su piel y encarnada algunas veces le sangraba.


La sexualidad no tenía nada que ver con todo el tabú que entraba en sus sentidos, ni por medio de los desagradables recuerdos que intentaban agresivamente dialogar con ella. Su cuerpo no era una trozo sólido de belleza eterna, sino por el contrario, le parecía en sí misma efímera, conceptual para otros. Extía sí, pero no poseía el permiso especial para engrandecerse sin autorización. 

Conocía su inmensidad; la olía, convivía diario con ella. No sabía qué hacer con todo ese castillo que emanaba de ella.


El latir de sus labios y el intenso deseo divertido de entregarse, el volverse indispensable por dar placer, que mejor modo de rendirse a la bondad. Sin saber si lo que le pasaba era malo o inofensivo. ¿Debía quedarse paralizada ante la poesía desprolija que habitaban en las palabras de su cuerpo? éste, que tanto le estorbaba y que se alimentaba de prudencia y de autenticidad, no podía ser ahora un nuevo ser abstraído de colores, de serenidades acompañadas sobre todo, enteramente de la fuerza del tacto. 

Terminaba llorando largos y serenos bosques, desmayada quedaba por sus aromas; en el suelo palpaba el latir de la tierra en las yemas de sus dedos, sin ocupar en si de los oidos quedaba ahí perene, muerta de tanta atención implorando un poco de misericordia a tanta vida en si.


Cepillaba su cabello para ver si podía ocultarle un poco de frescura, aromitizaba su piel a cada intsante porque se sabía tan con vida que de algún modo su instinto debía estar con armonía con la Soltura. Señora admirada y dependiente ya para ella.


No sabría como encarcelar eso que tanto deseaba exponer. Un maratón poético en belleza en donde sólo caben dos seres sabios de magestuosidad; abstraidos del dolor, substanciosos por si mismos; todas sus moderaciones discrepadas e insunuantes.


Ninguna sensación, color, ente o dicha, podía darle consuelo; se estaba besando sin poder para con la nada. Era un mar seco, diluído por el dolor de ver en él tanta posibilidad de vida. Su deber no radicaba en la estructuración de corduras, ni ambicionar la dulce compañía, no. Le lloraba desconsoladamente a su deseo de estructurar, de acompañar, de tolerar, de ceder, de experimentar, de violentar, de armonizar, de joder, de existir.


No sabía por qué era dominada por ser un tanto al vivir. Tendría que creer fervientemente en los milagros para que de nuevo se accidentara con la seguridad que proporciona el abandono al mundo, concibiendo así el que para ella era más mejestuoso: el de la intimidad; altar para muertos; desproporción aumentada; silueta soñada. Era la muerta en vida... el conocer todo esto y andar en vida cotidiana reconociendo la subliminidad.

 Dentro de esa desolación, era irónicamente donde más la producía, no habría razones válidas ni pequeñas para descomponer el placer de seguir intentando conocer el valor de la distorsión, que al parecer intentaba aparentemente presentarle con demasía la vida.

 Nadie podría estar tan equivocado como ella; ahí, justo es ese instante de majestuosidad, era donde más escuchaba los sonidos de una dialéctica de amor. Ahí: rendida ante si misma; deshecha por la fuerza que la deboraba, ensimismada de seguir amando sacrificadamente en silencio; de ella para el mundo, de todos para nadie, de pocos para ellos, de muchos entre ellos.

martes, 17 de septiembre de 2013

Silene nutans



 
 
Fotografías extraidas de internet al poner la palabra grises.
 
 
La vida no pareciera jamás tan perfecta: la cama de trigales, dorada y aterciopelada irónicamente era ya su sábana predilecta. En especial por las mañanas cuando nadie podía demandarle nada; ni las praderas de los deberes nunca endebles. De ahí su gusto eufórico de despertad a las tres de la mañana para regalarse la orquesta de escuchar atenta al silencio de todas, las nuevas noches. Nada se esfumaba, todo recaía en el cuerpo que tanto cuidaba de día que paseaba arropado con blandas telas. Ahí, a través de ese palacio, el fuerte; (si hablara, si pudiera darse cuenta los ajenos todo lo que éste poseía en memoria). Oh, cuerpo tan para ella: con vida; sin temperamentos: suelto, apreciado y nunca taciturno.

No luchaba contra nada ni nadie, parecería que su esplendor radicaba en necesitar tanto y constantemente de la vida. No vagaba más como antes, no esperaba viendo por numerosos minutos por el puente hasta que pasara una persona que le diera una radical y casi invisible señal para poder tomar valentía y continuar diluyendo corazones por su buen gusto y trabajo, al diseñar los muebles para departamentos lujosos de la ciudad.

Distintivos como un ser infante con tristeza oculta; un hombre nervioso que apresurado corre a su destino, o, simplemente una mujer sudando por sus corridas matutinas. Encontraba en todos ellos, trozos de espacios musicales que adquiría de su memoria musical. Tenía ya veinte años memorizando por placer las canciones que le agradaban en desmesura sin importar géneros musicales, lugares geográficos mucho menos temporadas. Las canciones, todas ellas, siempre se revivían con cualquier estímulo. No lo podía gobernar.

Caía su mirada de vez en cuando al percibir el arrebato de algún querido. Los dejaba ahí, dentro de una vitrina que en sus puntas se extendían cuidadosa y tenuemente al brillo de las esmeraldas heredadas por su abuela. Jamás de ella, a pesar de vivir el pesar de vivir rota segundo a segundo, recordaba sino sólo esa bella herencia no obligada.

Una tarde cuando su abuela colocaba la crema nocturna en su rostro, la miró con atención por el espejo, y dejándole una carta le pidió que por favor, la leyera el día que fuera enterrada, justo al atardecer de ese esperando día, dándole específicas instrucciones le recomendó hacerlo a solas, con su cabello suelto y colocándola en su escritorio limpio y de madera. En estas letras, había detrás de ellas, fuertemente ligadas dos esmeraldas que habían pasado de generación en generación, con mucha suerte, pues a pesar del dinero que había generado la apreciación a las tenuidades nunca había existido. Entre las cajas de viñedos que la familia había trabajado por cuatro décadas dichas esmeraldas habías estado encasilladas en un bolso antiguo del tamaño de dos uñas unidas en paralelo. Se había encargado de rescatarlas, pues nadie nunca las había notado.

Su abuela por las noches le susurraba las canciones con aroma a madera. Era un ritual al que naturalmente habían intentando renunciar. Con los años ella se había convertido en esa diseñora elegante y afable; que más no por ello, le agrada ser lo que hasta en ese momento reconocía ante los demás de ella. Que en realidad era sólo una consecuencia de un par de coincidencias acertadas. Su oficio en secreto era otro. Se había transformado en una restauradora de mapas de museo, le hacían pedidos y en el sótano de su casa, a escondidas siempre acudía ya no a escuchar a su abuela, sino a dejar toda su atención en todos los signos y aromas que en fotografía igual se le quedaban en la memoria de su cuerpo.

Ganaba fortunas y éstas siempre eran dirigidas al colchón de su cama lujosa porque el dinero en sí mismo no le importaba, más bien le recordaba a las esmeraldas de su vitrina. La cual su madre en una ocasión sin apreciar lo que en ella existía la había mandado a vender en una ocasión en la que había ido a decorar el departamento de una rica afrancesada.

Ese día había llegado tarde al compromiso que tenía pendiente con sus amigas de toda la vida: estaban por inaugurar un café. Llovía tanto que sus botas no limitaron para nada el frío rabioso de esa noche en la que con prisa mojada se quitó sólo su ropa se enganchó su cabello para rápido tomar de nuevo el bolso cuando se dio cuenta que en el espacio, ya no estaban las esquinas que tanta iluminación le proporcionaba a cualquier hora y ante cualquier prisa. Quedó mutilada, marcada y embotada; muerta por todos los dolores que de día a día intentaba anular, los de su abuela, los que radicaban en cada ano que celebrara; se le vinieron de golpe los segundos del crujir de las faldas de su bella señora; los tarareos y sus lágrimas invisibles para ello, fluorescentes para ella. Su madre había enterrado la herencia que su abuela con tanto tormento (y lo peor que siempre lo fue) silencioso había colocado en su prudente andar. Ya no palpaba en materia al único material que la acompañaba en su única y valiosa deuda moral: el intento sincero por una dignificación generacional. Su batalla ante lo injusto y lo que era mejor; un intento fiel de protección al único ser que con su presencia había sabido muy bien cuidar de ella.

Por la ventana corría el frío ya de la madrugada transformada en amanecer, lo único que su piel sí podía recibir. Atesoraba en su mirada todo el dolor las derrotas en sacrificio de su amada vida pasada, de su nuevo resplandor.


 


viernes, 13 de septiembre de 2013

Alazán negro


           
            Sin considerar las razones personales ella creía más en sus miedos que en lo que el pensamiento inconsciente pudiera proporcionarle, de algún modo la prevenían; el temor al final no era enemigo; herramienta, no destino. Total una más entre millones, cómo harían aquellos que padecían esquizofrenia, o pánicos inmóviles que ni de sus casas podían salir. Como seria vivir en esos cuerpos, en esas mentes atormentada. Ella sólo contenía un par de miedos que la habían neutralizado por tres mil seiscientos cincuenta días. Se veía al espejo y de su imagen tomaba piezas y las colocaba en la parte más de su baño para que pudiesen nutrirse un poco de la humedad; los colores los colocaba en las piezas de pan dulce que tanto gustaba y plácidamente se los comía. Notorio era, que sabía jugar con su descontrolada desolación.
 Llovían las tormentas de sus amistades con sus ofertas, que eso te proporcionará paz interna y demás (ingenuos pues pizca de chocolate no es). Mira, I. ésto te definirá ante las posibilidades que la Nueva Era proporcionan: tarot, yoga; es tu hijo niño índigo…; que psicología espiritual; miles de... opciones más. Na ¡para qué tanta babosada! si ella no tenía problema alguno al identificar su inconforme y natural ímpetu de la aparente irrelevancia de su existencia, de todos modos eran ellos lo mismo: seres con hambre de seguir la  falsedad de mostrarse con vida cuando sus mohos cerebrales eran cada vez más que visibles, re predecibles. Aún así y como hábito continuo secaba con sus dedos un poco de gotas de humedad de sus frentes que irónicamente siempre olían para ella dulce.
Cuando veía como en sus botas pasajeramente quedaban el frio de los recién formados charcos de agua, pensaba sobre el momento exacto cuando comenzó a creer que su vida podría ser, o la relevancia de una felicidad fortuita y, o descomunal, o, la aniquilada; muerta alegría de aquellos que gozaban de verla miserable y desproporcionadamente deshecha. Porque esa era la intención de algunos: verla caer, amargada; gorda y apagada. O sea, la existencia enaltecida al cero en potencia. Ya sus creencias en las ciencias exactas podrían ser no el escape, sino su última opción. Total, el existencialismo no era radicalmente un nuevo concepto para la humanidad.
            Estaba tan experimentada como desilusionada, no había razón alguna; bajo ninguna circunstancia era relevante que se supiera lo que ocasionaban sus más perjudiciales e intensos pesares. Para que mencionarlos; si en realidad tendría siempre ella la opción, o de embellecer la existencia poniéndole un poco de onda sin fingir ni un gramo más de bienestar, o podría por otra parte, seguir la tortura asfixiante de encarar la realidad, que en si misma, asquerosa era.
 Las personas eran como un regalo, o agradable o impúdico por abrir. A todas la ponía en cajas imaginarias: las enmarcaba con una línea fluorescente cuando le hablaban cada ser tenia un color especifico, los cuales representaban las miserias de ser humano: el odio, la derrota, la ambición, el egoísmo, era mejor identificar en ellos de que pata cojeaban con los que trataba, total ni cuenta se daban de su cotidiano escaneo. Por otra parte, cuando se descuidaban los olía; le divertía todo eso. Algunas veces se sorprendía de los congruentes resultados que estas adivinanzas generaban: cuando buscaba encontraba los secretos más destructivos de y sobre ellos.
 Vivía en un permanente cosmos de burla, no porque la gente le pareciera idiota no. Era un modo de filtrar lo que no le agradaba, que era casi toda realidad por más sencilla y ajena que ésta fuese, la realidad y la miseria de la existencia coexistían ambas sin su autorización y demandaban fervientemente la mitad de su ser.
Eran a menudo estas realidades humanas, casi todas babosadas que no eran dignas de observar. Y que igual, formaban parte de la exigencia natural de decidir una cadena constante de relaciones humanas en su vida; que porque decían, que importantes siempre eran. A sus cuarenta había conocido un par de personas válidamente importantes y extenuantemente significativas. Sólo el Par. El resto, aglomeración en incertidumbre.
La variación habitaba en la realización de una sofisticada felicidad. Era en ella, donde la inventiva se convertía en gran posibilidad de creación, ahí sí podían ser ubicadas todas las personas entrechocadas  entre sí. Ni sus demonios podían opacar sus quebradizas perturbaciones; sus incongruentes reflexiones; sus tan decaídos intentos en sus sobresaltos filosóficos y existencialistas que tanto mojaban sus sábanas.
            Se producía el balance perfecto al ocupar su mente en cualquier producción intelectual atenuando así, la normalidad en su caminar, en su hablar en su codificar incluso, hacia las personas.
Su esencia no era molde, mucho menos padecía de caducidad  pasajera; grito abierto eran las montanas de algunas mentes que penetraba y que conscientes de alguna presencia loable en valores mutuos y generados sí lograba conocer, conseguir, agrandar. Había en ese camino una reciprocidad peculiar; en las tormentas de tierra: una serenidad de apreciación en los moldes desnudos que argumentaba delicadamente con algunas reflexiones o palabras amables, o sencillamente pensadas.
            Podría de día dejar de pertenecer a lo vulgar. Su arrogancia tan sabiamente educada; su acento portugués y su escandaloso andar pronunciaba una gran adelanto sexual cada que sus recitales se convertían en escenas fotográficas, Era de profesión contadora, pero era de esas mujeres que su sólo andar ligero ante la vida producía celo, envidia arrolladora y sobre todo, calidez para cualquier ajeno. Tenía un carisma espectacularmente agudo, a muchos agradaba, y a pocos amaba. Tal vez de ahí la ambición de su energía engrandecida. La tolerancia a los arrebatos ajenos que siempre conflictuaban su aparente crecimiento, su enaltecida realidad. Un comienzo continuo sin fin mucho menos principio. Con desazón y agudeza embriagadora, sofisticada y endeble.

domingo, 8 de septiembre de 2013

Copa “B” en antagonismo con la copa de vino tinto.



Distorcion no. 60. Paris, 1933. Andre Kertesz (fotografo).

Era la Mano encima de ella, de Dios, la que le impedía besar el quebranto natural que conocía de la vida; el de los golpes esos, como los Heraldos Negros de C.Vallejo: ” …Hay golpes en la vida, tan fuertes…!Yo no sé!/Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos/la resaca te todo lo sufrido /se empozara en el alma…!Yo no sé!.../”. 
Era obvio sentir como se paralizaba con su volumen; corría a su habitación a pasar noches enteras buscando una pieza por lo menos, pequeña de beldad: en la intuición rebuscada; en alguna imagen; sobre todo en su cerebro. Cansada de que fuese solamente un juguete sin uso ni función. Creería en él;  si comprobado estaba de su uso a el escaso; al degradado. Algunos afirmaban que los genios desequilibrados se volvían,  total, una cordura muy apoderada sagradamente no poseía.
Comenzaba el intento por su elocuencia creando en la razón la muerte de un par de desdichas que como había predijo antes en épocas tempranas de juventud: a quién diablos le importaría si se convertía en un ser tremulosamente pensante. En realidad ese interés era la natural inclinación a una dicha muy permanente. Por muy ridícula que juzgase la idea, esa de ser intelectualita, desde hace tiempo estaban basadas sus frases, pensamiento de planta, en los estímulos que extraía de todo lo que ella sintiese amatorio; es decir, todo aquello que la inclinara a una felicidad digna o gozosa sin exponer ningún  tipo de peligro, exponiendo sus demonios; era la sencilla composición  de seguir sus gustos sin labrar danos a ajenos.
No tendría vigor alguno la razón (del no cumplirse), adelantándosele así a la vida. Esa ventaja ahora sí tendría una justificación perfecta y en el fondo atorrante, pues lo hacía para no dar nunca, jamás, en su vida explicación alguna por la felicidad desbordante, la… exitosamente bien lograda.
Rondándose ante ella misma en su cocina; y en la casa que únicamente de verdad habitaba: su cuerpo no encontraba arbitrariedad alguna; las incongruencias ya no eran parte de su desanimado mundo inventivo.
 Nada, sólo noticias deprimentes del gobierno que bombardeaba a un humano país que ni a derecho a pedir asilo intentaban acorralar. La agresión parecía ser la invitada de sus últimos 1,200 días. El televisor, a distancia, le hacía recordar que nada le quedaba sino poseer un alto énfasis en creer en la forma; en la locura de emprender una vida que diera en extremo un resultado sólido y constante de satisfacción consiguiendo como siempre enaltecer un tanto su gloriosa y melancólica independencia. Serena y crujiente ambición.
 No les gritaba; les regalaba una átomo de luz en tolerancia, al divertirse de sus absurdos; que con frecuencia les hacía creer que de nada se daba cuenta. Qué eran ellos los que siempre, agradablemente, tenían derecho a ser enteramente falsos. Seres humanos asexxxuales.
¿Qué tenía de excesivo defender su existencia antes que su circunstancia limitada de representarse un ser Mujer?  Él, en cambio, veía en simple inspección en la vida que le presentaban todo le era aburrido, discriminante, sistemático y mediocre. ; casi todo falso y falto de sentido: un matrimonio sistematizado para la linda aceptación de una mierda de sociedad; el trabajo que le proporcionaba una módica cantidad de finanzas en las que podría con ellas engrandecer la cuenta de banco, incluso, para proveerles a su primer familia una solidez maravillosamente incrementada. Mago en el arte de imponer respeto.
 Acribillado por la insensibilidad de la historia que cargaba en su conocimiento;  atendía sólo lo que le ayudara a resolver el bienestar de sus hijos. Era una tendencia natural de él el no intentar profundizar donde no debía. Una elocuente atención y atracción a todo aquello que representara libertad emocional. Una astucia diversificada en colores. No dejaría por nada del mundo pretender conocer lo que ella tenía en sí por ofrecer
Manejar la sabia cordura; todo lo que sus padres tanto le repetían; en donde en el cúmulo de las sagradas arrugas podrían yacer. No era una enmienda la que buscaba, ni acribillar sus equivocaciones a un bolso viejo y sin funda. Era en sí mismo una sonriente y callada, muy discreta ganas de ser sí mismo. Jamás encontraría a la persona indicada para declararle toda su locura. Era por grados. Todo debía ser cómo un rio sereno, frío y sonriente.
Era así la fama le proporcionaba aparentemente una apertura confiable al mundo pero nada de eso marcaba sus sustos. No debía bajo ninguna circunstancia confiar en él. Menos en inteligencia viril, que las mujeres le llovían y todo lo que ellas simbolizaban: atenciones; mentiras, amabilidades. Casadas, viudas, jóvenes, lesbianas y alguna que otra celosa histérica; la que poseían el porte del dinero,  las sin dinero. Y a todas por separado mostraba representarlas intento considerar la palpable posibilidad de creer que en ellas, habría un poco de su hija. Además, ganaba más coqueteando de ese modo; al final siempre podría elegir lo que le apeteciera, el arte radicaba en disimularlo todo.
El acta de divorcio enlistaba las demandas alguna vez acordadas. Uno: no dejar de tirar la basura de afuera; dos no permitir que ninguna mujer de nuevo abarcara tanto en y de su vida, tres, no discutir apasionadamente con ninguna y cuatro, esperar que sus hijos tuvieran mayoría de edad para colgarse ahora la apertura cubierta.
            La identificaba, sabía ante todo que su tiempo no se perdería nunca más en una vida sin resolver. Pertenecía eso si a un ateísmo contradictorio; la necesidad constante de buscar espacios de intimidad para evocarse a un intento de claridad: no le bastaban. Encontraba en espacios plenos de razón lo que quizá, sabría no conocería en nada ajeno a su cuerpo, a su consciencia, a su sagacidad bien uniformada.
            Tendría dos días experimentando el fenómeno de invadir la energía de sus contrincantes: cuando observaba como la agresora comenzaba a desplazar el dolor en la critica y comenzaba a humillar sin limite y con total pasión, comenzaba a identificar sólo alguna palabra rescatable para que ésta, la hiciese conocer un contexto con el que retomaría para no quebrantarse. Recordaba el vino tinto, la sonrisa compartida y las largas conversaciones en el sillón trasero de ambas casas. Vecinos eran desde hacía cinco meses en los que las lluvias y el frío había mostrado a la ciudad que ellos tranquilamente gobernarían en la ciudad por un par de semanas más. Comenzaría entonces, la historia entre ellos.


viernes, 30 de agosto de 2013

El sentido del desparpajo (las fantasías sexuales acorraladas).


“El escritor muchas de las veces lo es porque ambiciona destacar; lo es, para comprobar que su conciencia y razón, ambas, le pueden ofrecer el cielo o el infierno. Eso sí, ambos a su favor; cuando en realidad no sabe ni puta madre qué hacer con ellos, como consecuencia, desesperadamente se miente”. D. Rosas.
                        Segura estaba que todos veían pornografía a escondidas. Algo que nunca había escuchado alguien preguntara por ello. No dejaría por y ante nada hacer esa novela aunque el día tenga veinticuatro horas. Quedaban esos minutos tan apretados como los jean que le súper ajustaban desde ya, dos veranos pasados. No le sobrar el tiempo, y mucho menos, las dotes monstruosas del ego intelectual que tanta acción genera en el trabajo de un escritor común (rata patona). Café, alimento saludable; ropa para no planchar; peinado sofisticado para no maquillar; no escotes, no zapato clásico, pero sí satín en blusas abotonadas.
            Por muy rosa que le pareciera el resultado de dicha novela sería al final un descomunal intento por darle de nuevo un nombre a algunos espacios de su existencia, que eso sí le interesaba, no llegaba todavía a exigirse un trabajo intelectual respetable y de renombre, eso le importaba un pedazo de hoja de otoño, o tanto comer un trozo de carne fría. No estaba para exigencias irracionales, no por el momento.
            Entre el cacho de hoja de otoño y…
Tenía ya meses viendo videos pequeños de pornografía lésbica, hay algo en ellas: ese modo sereno, silencioso y un tanto más plácidamente creíble, ríos que le permitían tolerarles; agrandaba el verles con atención, por lo menos un par de minutos más a diferencia de los otros videos. Era que su inteligencia en impulso necesitaba ver el lado humano en su vida cotidiana; ese,  el lado floreciente de la humanidad sin que ella tuvieses la necesidad de deambular con acción en la peligrosidad bizarra del humano: no, con extraños nada. Ni los espontáneos buenos días. Menos con las imágenes púdicas de tanto ser sexual gimiendo. Ah, a, a, a, ay.
Vivir la sexualidad desordenada ocasionaría a su conciencia una desvariada realidad que de verdad no le interesaba. No eran los actos sexuales en videos lo que la hacían desear adentrarse a experiencias parecidas. U no, mucho menos eso. El ver, saber la curiosidad de conjeturar que las personas vivas hacen con su inconsciente de necesidad sexual, un algo que a ella la verdad lejos estaba de concernirle, pues experimentar por lo pronto no quería. Desencarnar más bien, por una parte, que la vida no pasaba fuera de su puerta en vano; porque el pretexto de la vida era ya desde hace mucho el realce de la misma. Vidita aquí, vidita mundana, pero con un enceguecedor sentido, eso sí peleaba, eso sí buscaba.
En los videos pornográficos de mediana normalidad: donde los hombres gozaban de una aparente fuerza tan garbosa como antigua; majestuosa en su brutalidad, tan pedante como arrebatada, tan, pero tan fuera de contexto erótico, tan de todo que terminaba tirada de la risa. Eran las mujeres pintadas en exceso y los hombres que las golpean al mamarles el pito tan absurdamente ridículos en masas. Por otra parte, veía los que están de verdad gozando al ser animales no sabios: sin gemiditos actuados; sin los bufos golpetazos masculinos.
Las mujeres de cuerpo perfecto, de peinados adheridos a la elegancia y a la vulgaridad, pero eso sí tan p e r f e c t a m e n t e depiladas. Lo que era al final, más envidia le daba. Pues esas mujeres de algún no gozaban dela conciencia rasposa de pensar tanto en sí mismas que su animalidad brutal no las convertía para ella en sólo seres sexuales: artífices de la realidad humana; o, esos machos por lo general de cuerpos nada perfectos, con actitudes salvamente desagradables e idiotas. Deberían envidiar a los grandes del Renacimiento. Sí esos, los de los videos, esos: las Vergas Gordas: que la quieres, que no la quieres, que pídela y frases cortas en inglés. Oh! esos… y las mujeres por supuesto muy jóvenes, tan pequeñas incluso de cuerpo; las que deben dar la impresión de ser las más sexuales. Inmensidad de Lolitas para tirar al cielo, ellas. Estrellitas que pueden ser colgadas en los espejos de los autos, en las paredes de algún taller mecánico o en la habitación de un adolescente susceptible. Ah, delicias pequeñas para nuestras pupilas.
En una ocasión descubrió en dos parejas realidades convincentes en sus movimientos una congruente armonía: en el modo en que se miraban y sobre todo como se tocaban el uno al otro. La primer pareja eran dos jóvenes mujeres que se estremecían la una y la otra y no en turnos, y con una sutil coherencia, entre sus blancas pieles no había pertenencia, había una solidez tan íntima que quedó sorprendida. En la segunda pareja era notoria al instante la realidad de ser tan cual; par de sexos opuestos y poseedores ambos, de un lenguaje corporal estimulantemente poetizado por el excesivo gusto del uno por otro, se tocaban el cabello, se cuidaban de las luces, se olían. Se vivían concentrados endeblemente en una materia de existencia en donde la razón no cabía en presencia, menos necesaria era.  Insultaba supongo, concluía ella, cualquier asomo de la razón. Ahora sí ni los grandes filósofos. 
Cuando por las noches el pensamiento arrebatado y sin orden la despertaba, corría a su cocina por un poco de agua fría. Líquido que al tocar sus labios le hacía recordar la compasión que ella ya era capaz de abordar para su siguiente amanecer; su consecuente día y la reapertura de constantes proyectos que llevaba siempre al unísono. Era eso, el reloj que la atormentaba sin ni siquiera sentir siempre el gusto por la cordura; la discreción de siempre manejar una imagen que los demás pedían: debía verse siempre presentable, es decir, la mayor parte de las veces con zapatos clásicos y ropa nada vulgar. Pero eso le quitaba tiempo: cuarenta y cinco minutos exactos en absurda demanda. EL cabellito en su lugar; la pelea absurda ante la senectud que otros tanta importancia le daban. Qué jodida idea.
Las palabras en su vida cotidiana eran algunas veces veneno para los que convivían cerca o en ella; a menudo se enfrentaba a la tortura constante de su amor a lo ególatra, alienígena sediento del corazón humano. Se mezclaban siempre.
 Esa sabia manía de cambiarse de nombre cada par de días ya no le divertía, la atormentaba. En quién debía convertirse después haber visto la película en donde el porno estrella debía acatar ordenes, después de esa película alemana, veía esos videos con otro sentido, algo encontraría en algunos deletreos, en algunos gemidos, aunque estos estuvieran hechos para cumplir otra función. 
De saber lo que observaba con atención: la bella necesidad de ser reconocidos, que en el fondo tal vez tenían los que ella amaba en, ante y frente a su nombre: la soltura, la mentira abierta traducida como honestidad.
Se aferraba a algo fuerte: pasaba cada temblor; cada que alguno de los que le interesaban pronunciaban de diferente modo y variante entonación, palabras rebuscadas de sentido y sinceridad, siempre con alguna emoción inútilmente escondida. Porque aunque pareciesen humanos en el fondo algo en sus cuerpos podrían mostrar, total era en ellos donde siempre la memoria mas trascendente se quedaba en el cúmulo del diario de los secretos humanos, cómo hacer para darse a Reacción sin que esas memorias se perturbaran al fundirse como si en ella habían quedado recuerdos que herían torturaban sus blandos pesares; los videos podían ser la estimulación más transparente y abierta que un poema vanguardista, porque de la fealdad encontraba ella el estímulo funcional de una reacción abierta y sincera en donde ella junto con otra persona escribirían mandamientos que pudieran ser destrozados o tatuados por pesares de ambos.
 Por fin había desmentido la fortaleza aparente del morbo al acto pornográfico, sin necedad ante nada, bajo la supervisión de una total cosmovisión serena; un tanto aguda y fiable.



Marcel Duchamp, 1967. 'Marcel Duchamp Cast Alive'.


martes, 23 de julio de 2013

El gusto por la credibilidad (comienzo perpetuo)


Poesías; esas amabilidades inteligentes. Amaba tanto esa genuina estabilidad en la gente académica: unos buenos días, un no se preocupe, un está bien por ahora con esta documentación. Era absurdo por otra parte, darse cuenta que no estaba lejos de lograr su objetivo cuando por tanto tiempo había estado alejada de la libertad congruente, esa que amaba desde siempre, y que mejor aún, le había dado tanta compañía, credibilidad, seguridad: fortaleza. Lo único que reconocía  como garantía: podría en ella conocer gente que tendría todo en común con ella excepto su historia; su apacible hambre domesticada. Haberse convertido en una persona adulta y para colmo, llena de frustraciones  que lo encontraba igualmente fantasmal. Nada podría ser capaz de lastimar su juicio. Nada era nunca para tanto, aunque las lágrimas habían sido después de dos décadas sus silenciosas aliadas, las amigas que de algún modo tanto le habían estorbado; eran escrupulosas, taradas; siempre inconclusas. Podría de una vez enjaular con lumbre esas percepciones equívocas. Era su momento, su desdoblamiento, su penetración exitosa en plenitud;  con todo y el dolor que esto le generaba.
Era un ser humano el que de nuevo le había recordado que ella no pertenecía ya jamás a una historia convencional, pese a toda la incredulidad que la familia isómeramente se había dado a la tarea de hacerle eso creer. El destino le había jugado siempre limpio: con dolores inmensos habría comprendido que la autenticidad humana no era algo que la asombrara, sino  lo contrario, había en los seres humanos una falta de congruencia que por ello le parecían genéricamente hermoso. Bella era la mujer que caminaba cansada ante ella, el hombre adulto que olía a eso: a un ser vivido; atento a la sencillez en donde encontraba de verdad su fortaleza; las mujeres vulgares: jóvenes y llenas de maquillaje, y algunas excéntricas no eran repudiadas por ella, por el contrario, agradables por ser  predecibles: le recordaban el lugar donde había crecido entre desdichas y deliciosas comidas.

domingo, 14 de julio de 2013

Agosto acumulando hojas de otoño.

                                                                       Como camino yo/No sé si alguien hoy pueda igualarme/Como he llorado yo… Kany García.

Mientras más compadecía, más desolación encontraba. Maldita costumbre ésta de dialogar pensando siempre en ellos. Cuantas oportunidades ocuparán para ver la chispa de elocuencia que tanto la enorgullecía. Dejar de alimentar su perro, era eso una idea antiética, dejar que muriera como cuando la canoa esparcida en el lago llegó a aquella  montana tan silenciosa. Ellas, ellas que le permitían  llorar en las esquinas; encima de las hojas innumerables de ya siete otoños acumulados. Era extraordinaria su capacidad de volver a si misma con una enaltecida mentira de desparpajo. Tan fácil como dedicarse a una nueva disciplina física, tan sencillo como dormir plácidamente con segura devoción. No cabía ella en  tanta secreta majestuosidad, pues sabría  que si mostraba a favor, su don de transformar la muerte en vida, terminaría con el pésimo mal gusto de triunfar ante la vida con generando éxitos que sólo ella,  penetraba en ellos dándoles sentido: los éxitos no estaban relacionados al éxito ni  mucho menos, eran partidarios en esencia del sentido común.

    No podría ya compartir engaños, e igual consideraría de nuevo las posibilidades que la vida le presentaba con toda y sus refinadas, ocultas creencias por el pesimismo.  Podría contar como los soplidos infantiles ante unas velas en una torta lo que poseía en su vida: en donde había diálogos suplicantes de ternura; compasión quebrantada y dinero en su bolso: viejo, amado y sucio. Como podrían saberlo si ella convencida estaba de que les importaba; un carajo lo que hacia ella con su culo. Mucho menos sabían sobre  sus afectos; aislada poéticamente abandonada con sus secretos, con sus dolores, ate su belleza se rendía identificando perfectamente los momentos de peligro. Irónicamente  eran menos peligrosa la gente extraña que con los que aseguraban conocerla sólo por familiaridad, por anos de accidentado crecimiento a sus lados.