20.
Abrigo de lluvia.
Era una extraña entereza la que
presenciaba con agudo engrandecimiento. No era su delgadez, ni su situación
financiera tan creciente, era que en su intimidad y en el andar de sus días de
nuevo había encontrado el espacio apropiado para no sólo divagar en sí misma,
sino en la creciente congruencia que mantenía sabiamente oculta para los demás
y que por mucho tiempo, había guardado celosamente en su retrete. Se daba
siempre tiempo para todo, desde su niñez; aún cuando en toda ella conservó su
energía para destacar cuando encontrase su verdadera vocación, y no antes,
impulsarla sólo por responsabilidad pura y no por libertad,
así de amor le tenía. Le agradaba tomarse el tiempo para entender, decidir e
incluso, para vivir apropiadamente en gusto aún para las pequeñas cosas. Aunque
fuese ya adulto eso seguía igual en ella, sin dejar nunca de lado eso sí, las
demandas bien vestidas. Ese atributo de lluvia de la ciudad era como cubrirse
con un abrigo rosa y largo. Tan cálido y elegante, como un barco de
amistad en lujo ¿Por qué de una buena vez no redefinir su naturaleza ante lo
que en este presente su amplitud le demandaba, pese a los temores, las locuras,
las incertidumbres; los viejos o actuales cariños? Ya no más casas ausentes. Estaría sólo
caminando por lo pronto, en la ciudad abrazada; cobijada con su bufanda
propiamente dibujada en su largo cuello. Ciudad en donde al caminar segura
estaba que vería la magia de la autonomía propia; nunca ahogada, y siempre en
vida. Sofisticado sería como siempre, vivir dentro de su auto plácidamente
escuchando la música que siempre imponían las tonalidades de sus crecientes
emociones de tan agradable estabilidad en movimiento. No encontraba en la
lluvia el desagrado de su frío natural. Tan de la planta de sus pies. Bajo sus
medias y ante los zapatos limpios y ya queridos. Era el andar con gracia, sin
prisa, debiéndose sólo al presente momento de su vida agitada en
plenitud.
La ciudad tenía que ver con los impulsos
que había aprendido de amar y a gobernar viviendo en cúspide. Esa época
era tan magníficamente importante: un hombre que le había amorosamente mostrado
lo digno que ella era de merecer credibilidad dentro de su perspectiva; él
había sido la primer y única persona que se había dado esa libertad, y ella, lo
percibía tal cual. Nada le debería, la voluntad de amarse la hacía conocer la
libertad sin desorden, la hacía ver día a día la celebración de la vida sin
predecir nunca ante nada ni una sola derrota, sino por el contrario, fue ahí
donde la poesía comenzó su curso. Los días de caminatas variadas comenzaron a
renacer: en una ocasión, subió una montaña terminando despojada de todo dolor;
su cuerpo desmayado unificaba el latido del corazón de la tierra y comprendió
que ningún dolor más profundo podría jamás destruir en ella su amor a la
vulnerabilidad que tanta fuerza le daba al elegante temperamento que
naturalmente poseía. Ocupaba de la gallardía de embellecer la vida, cual
viviera; cual estuviese conociendo. Por esa época en ella mandaba
una confianza amplia y limpia. Dándose cuenta de esto, había decidido
conocer el amor a la investigación en lecturas y pese a ser esto parte de la
responsabilidad de un serio programa académico se daba cuenta que esa sería una
de sus vocaciones más animadas, ahora ese camino era el que creía jamás
abandonar. Por otra parte, la fidelidad a la amistad era una proyección de
ampliar el vivir en una amabilidad constante, en ese espacio tuvo la suerte de
acercarse apropiadamente a gente culta y amable. Con el tiempo, había
descubierto la naturaleza humana, y dejó de creer del mismo modo en la
amistad. Este aliado a otro importante descubrimiento: su amoroso agudeza
para resaltar el talento de algunos otros con su natural simpatía, gustaba de
hacer lecturas y promover de modo natural los asombros que ella descubría en
las sensibilidades ajenas. Aprendió a cambiar esto sabiamente con un método
educado: las personas en realidad jamás necesitarían de el realce que ella proporcionaba,
entonces aprendió a dejar los espacios de algunos otros en su lugar. Por otra
parte, sabía que no dejaría más pasar ninguna lluvia sin ir tras el conteo de
sus minuciosas gotas, pues estas le indicaban que la cellisca de ideas era una
proceso interesante de intercambio entre la naturaleza con los que toda su
mente, ahora disciplinada estaba conociendo. Día a día caminaba a la
biblioteca, eran dos personas sus predilectas: una vestía coloridas mascadas en
su cuello corto engrandeciendo siempre la atención a su sincera sonrisa.
Y la otra, la de un hombre que siempre se burlaba amablemente del día que ella no
fuera puntual a sus adorados pupitres, entonces decía, pasaría algo así, algo
insólito. Todo giraba apaciblemente en torno para ella; el aroma a libro
cuidado y viejo que tanto amaba.
Vine por ti, vine por tus cosas para que
te vayas a casa. Le permitió que su padre decidiera por ella, pues la
amabilidad que ambos compartían era para ella en su momento de máxima
importancia. Tomó sus plantas y las regaló, lo único de valor en su pequeño
hogar. Sus abrigos; su amor por el conocimiento por un par de años había estado
lo suficientemente satisfecho para alejarse un poco de la dinámica que éste
demandaba. Comenzó así una prolongada vida callada. Sin palabras y
sin lluvias. Sin aromas de libros viejos y cuidados.
Era una extraña entereza la que estaba
experimentando. No era su delgadez ni su situación financiera tan creciente,
era que en su soledad y en el andar de sus días, de nuevo había encontrado el
espacio apropiado para no sólo divagar en sí misma, sino en la creciente
congruencia que mantenía sabiamente oculta para los demás y que por mucho
tiempo, había guardado celosamente en su retrete. Se daba siempre tiempo para
todo, desde su niñez. Le agradaba tomarse el tiempo para entender, decidir e
incluso, para vivir apropiadamente en gusto. Aunque fuese ya adulto, sin dejar
nunca de lado eso sí, las demandas bien vestidas. Esa esencia de la
ciudad eran para ella era como vestir un abrigo rosa y largo. Tan cálido y
elegante, como un barco de amistad y lujo. Y, ¿por qué de una buena vez no
redefinir su naturaleza ante lo que en este presente su amplitud le demandaba,
pese a los temores, las locuras, las incertidumbres; los amores? Ya no más casas ausentes. Estaría sólo
caminando por lo pronto, en la ciudad abrazándola; cobijada con su bufanda
propiamente dibujada en su largo cuello. Ciudad en donde al caminar segura
estaba de que vería la magia de la autonomía propia; nunca ahogada, y siempre
en vida. Sofisticado sería como siempre, vivir dentro de su auto plácidamente
escuchando la música que siempre imponían las tonalidades de sus crecientes
emociones de tan agradable estabilidad en movimiento. No encontraba en la
lluvia el desagrado de su frío natural. Tan de la planta de sus pies. Bajo sus
medias y ante los zapatos limpios y ya queridos. Era el andar con gracia, sin
prisa, debiéndose sólo al presente momento de su vida agitada en
plenitud.