martes, 11 de septiembre de 2012

Telón aterciopelado (Sin pretensiones)



 El sol no envejecía su piel, menos el  tiempo que silenciosamente enmarcaba sus experiencias; se había desvanecido convirtiéndose el cuerpo en abrigo cálido y para ella elegante, porque hasta ese entonces, no había conocido ni de nombre, al poder de la ingobernable avidez sexual que hasta ahora comenzaba a formar parte de su vida habitual.

Una temporada más, y la lluvia dejaría de llorar sus nostalgias, las tan viejas tristezas.

Amante de la mente organizada; de las claros roles inventados y humanos que desempeñaba en su hogar, en la casa que permanecía de su significativa vida. No obstante, sentía su poder  en ese cansancio que surgía al agobiarse por cuestiones de metafísica pura; al atender a los que quería, al ir humanizándose lenta y trágicamente en la primera escena de su obra de teatro, y tan divertida ya por la participación de sus contrincantes.

Nunca se había preocupado por las negaciones ajenas, mucho menos por los rechazos declarados de los que ella creía había necesitado, o amado. Los veía con majestuosa simpatía pese a su inteligencia ilustrativa. Pondría ya estoicamente de una vez por todas en solemne descaro a La Mente en blanco ante tanta estupidez; y temores (siempre casi tan inventados como el accidente de la no elección de su primer familia); la vida en ley, en donde sus prioridades formarían el ambiente de su centro para al final comprobar, que el mundo terminaría como siempre, aunque no pareciese, a sus pies.

 Seducir su presente ahora. Cómo diablos deshacerse de los demonios inventados que tanto tiempo habían cubierto con profundo abrigo sus mentiras. ¡Cómo dejar de divertirse así, sin explicación alguna? La actuación detrás de una cortina se sumaría a una presentación hermosa: sin colores y con perfumados aromas. Apagaría aún de día las luces. Todas.

 La comedia en tragedia la tragedia en comedia, como digna representante de alguna importante obras griega. De ella hacia ellos. Ya no hablaría ningún idioma simplista ni rebelde no, no era necesario. Ahora era la corona de espinas la que había logrado quitarse con una insistente devoción no obligada, enmarcada en una clara marginación accidental. 

Dejaría en cajas de cartón la cantidad de ocasiones en las que la habían obligado a sentir culpa para dejarlas fuera de su bosque, el cual gozaba constantemente de lluvias torrenciales, perenes y siempre imprudentes pese a sus embriagantes aromas.

Siéntete mal, púdrete; que no es aceptado tu derecho, tu libre modo de expresarte y de no necesitarnos. Es evidente que no logras entender tu nula presencia ante nuestra verdad. En sobres no sellados para cuando te sientas enferma y al abrirlo, recuerdes las finas agresiones que con presumida libertad escupen. Siempre su nombre el más mencionado. Con maestría había aprendido a diferenciar los diversos modos que tenían el arte del insulto.

 ¿Cómo editar un alma en ejercicio silencioso, obligado y fino; hambrienta de respeto? Claro, reina era ya de infiltrar magistralmente respeto. Sabía todas las variantes del sin respeto. Miradas, las palabras falsas, los gestos leíbles; las miradas directas, no objetivas, ambiguas, transparentes de opacas. Las finas expresiones. Las pronunciadas, distorsionadas intenciones. Y todo para llegar a la brillante idea de que el teatro sería una fiable habitación de transporte. Tanto, que por fin había decidido exponerla en público con todo y sus variaciones, ante una imagen, ante un discurso, ante una obligación. Al público; congruencia asfixiante.

Los secretos en vida que compartía con su amante.; las acusaciones de pasadas generaciones, pero sobre todo, su nuevo temperamento elocuente y ajeno, extraño ya para al culpable olvido. No cabría en tanta memoria ya, un grano de mentira. Ya nada podría desvanecer en ella, ni el tiempo mismo, ni el destino que con los monstruos de su aparente  imperfección. Su nueva amistad con la tempestad corría hacia el sólido y nuevo maratón.

Cómo hacer para confiar y no confiar en sí misma sin correr el peligro de desvanecerse en sus solidificaciones frágiles. Tenía ya comprobado que la vanidad era el último camino por recorrer, pues con simple agua podría desvanecer una falsa esencia. Pudiera ser ingenua pero nunca confiable, la vanidad era una medida, incluso muy de ella. Sabía que el fracaso y la frustración de no ser coherente ante lo bueno de su instinto ya no sería una aparente novedad. No podría ya traducir nada sin el consentimiento de su lado amable; su tan temida consciencia. Ya no era la oscuridad una habitación segura. Cómo diablos comenzaría la manifestación del éxito sin dejar de interpretar; sin dejar de dilucidar todo lo bello, lo oscuro; lo innombrado.

 Se sabía rota, pero no descompuesta y nada había malo aún en ello, pues eso no era poesía. Era una sola estructura. Cabía siempre en ella la dulce ironía de parecerse a la envoltura fina de un cuerpo fuerte e invisible. Prudente, tan prudente como saber que ambos, el respeto y la prudencia tenían el mismo perfil, más no el mismo rostro. No sabía cómo comenzar a comprobarse que el destino decidido la llevaría a la escenografía, una segura decoración segura tanto para ella como para los suyos.

 Sin dejarlos nunca de lado, les veía con admiración, discreción y una profunda simpatía. Sus talentos habían sido cualidades aplaudibles en silencio por, para y de ella. Ya no. Fueron una sombra que pudo suave o descaradamente cubrir los llantos. Daría cartas de póker a quienes quisieran un turno en ella, por lo menos pasajero, pues nada podría ofrecer a un nadie más. Era ahora una celosa empedernida. Leal, fiel no, leal nada más a su nuevo destino. Era claro su objetivo: ayudar tentativamente cada que su natural concentración se lo pidiera y sobre todo, permitiera. Era la confianza sí, no en si misma, sino en el pasaje que había descubierto: el hecho de haber aceptado que el tiempo había pasado y que nadie le haría el favor de ser constantemente amable ante sí misma. Porque era ahí donde había encarado al nuevo monumento de lo ya perdido. De lo nunca favorable. No antes ni después, sino justo ahí a los pies de su redención. De la hermosa humillación al aceptar que ahí nunca la habían amado, nunca ni un tanto, tantillo.

 Circularmente se había despojado con profunda maestría de la desolación que en secreto había cargado en un presente nombrado, con recuerdos concretos; con nuevos rostros ante ella. Ya no era más la mujer que enterraba en sacramento sus desdichas (convirtiéndolas en flores). Era más bien un demonio declarado vestido de rosa, y así despistar a sus simpatizantes, quienes con júbilo o agrado, acudían a ella sin intimidar, y muchas de las veces sin buena intención.

La sensibilidad en sus labios explotaba quemándose sosegadamente de lujuria; tentación cotidiana, y lo mejor, ahora cumplida. Una vía inesperada de profundidad más que la llevaba a desconocerse contrariamente al explorar en las paredes de su total libertad, porque aún guardaba en ella cierto encarcelamiento a pesar de reconocer su capacidad de puta (no en términos escatológicos; sino feminista). Era feliz, era bien puta y su cuerpo no dejaba de hacerle sentir lo extraordinario que era  reconocer abiertamente el natural e ingobernable apetito sexual que surgió como peste sin cura; pero sí con una posible solución, y que hasta ahora manejaría con total prudencia regalándose un sí de color neutral atiborraborrándolo sólo del permiso de su natural instinto.



Fotografía tomada por la australiana Inger Morath.