lunes, 10 de diciembre de 2012

Canoa.


                                               

                                                                                    "...Herido estoy, miradme:    necesito más vidas.
                                                                                     La que contengo es poca para el gran cometido
                                                                                     de sangre que quisiera perder por las heridas.
                                                                                     Decid quién no fue herido..." Miguel Hernández.


Reconocía los torbellinos que mecían revoltosamente su cabello. Naturaleza en muerte. Como tronco, cae en la niebla lentamente uno de sus anticipados dolores; con forma de espuma. La limpia sagradamente y la deposita en silencio ante lo que había sido hasta ahora, su luna.

Vestida de jazmín, caminó en su bote, descalza con sus plantas mojadas y sus pechos en pánico. Había creído que ese mar gobernaba su vida, pues semejanza tenían con sus cariños. Cuándo; bajo qué entusiasta vida comenzó ella a darle tanto valor a sus amores hasta ahora quebrantados, fracturados, mutilados. Dónde comenzó todo a desvanecer su ser para que pudiera este, expandirse amorosamente en estaciones fracturadas, por entes lastimados. Qué tenía ella que hacía que todos éstos le coquetearan perseverantemente. Cómo seguiría emancipándose para la belleza, si en los días pasados había recogido todas sus flores lastimadas, no podía ignorarlas más. Por dónde comenzaría a sanarlas. Y con qué. Quienes intentaban ayudarla al verlas, se quedaban tan pasmados y huían sin saber cómo expresarle sus  sinceros intereses.

 Esos días, no eran ventanas avivadas para ella. Sus pies ahora tan descalzos, donde dejaba ella fluir toda su naturaleza vana, salvaje; y aturdida. Dándose así, el regalo absurdo de la feminidad; toda su piel estaba profundamente lastimada. No podía ya con las heridas de tanto, tanto arrebato. Había renunciado; con justo derecho había dejado de desearles. De estar cerca; de brotar sus raíces cerca de ellos. No podría más ocultar su valor: la pasión de andar ante la vida buscando la profundidad sensata y natural de esta.

Vestía, esos últimos días vestidos largos y livianamente desnudos. Sus transparencias tenías estrecha relación con sus aromas, pues a pesar de tanto agrado, el dolor se expandía algunas veces, inesperadamente. Días enteros se quedaba pasmada buscando belleza en las miradas, en los gestos, en las pequeñas amabilidades que llegarían a expresar en muy contadas ocasiones, algunos otros casi siempre sin éxito.

 Oh su vida tan afectiva, su pesar tan sereno. Cómo deshacer su conciencia, ya no podía más con ella; más que muro, más que fuego era un pesar transparente, cálido y demandante (a ella la obligaba a cuidar algunas veces, del rostro del sacrificio; buscaba encarar las mentiras, por muchas que estas fueran, nunca cedería ante ellas, ni quedándose sin rodillas). Su voz; su creciente temperamento. En las esquinas de su cuerpo había cajones, espacios de metal en dónde ocultaba las escasas pruebas de amores.

 Había alguna serenidad agrandada; alguna planta prudentemente colocada. Pero eso sí, grandes desplomos que no reconocía ella como partes gubernamentales de su cuerpo. Sino algunos caminos pasados que aunados con ese mar, algún buen lugar debía estar, para así seguir justificando con grandeza lo que su entendimiento tanto apelaba, tenía de nuevo un gran cielo donde volar, una bello mar para abrigarse y un desierto en su pasado para enterrar con devoción la historia de tantas perturbaciones enajenadas e intoxicadas, pasarían junto a las flores a una mejor vida: la de la reivindicación elogiada y gobernada por un millar de razòn. 



Buenos Aires, Argentina. 1936. Horacio Coppola. Del blog La Imagen del Siglo de Luis Gobea.

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