"...Herido estoy, miradme: necesito más vidas.
La
que contengo es poca para el gran cometido
de
sangre que quisiera perder por las heridas.
Decid
quién no fue herido..." Miguel Hernández.
Reconocía los
torbellinos que mecían revoltosamente su cabello. Naturaleza en muerte. Como
tronco, cae en la niebla lentamente uno de sus anticipados dolores; con forma
de espuma. La limpia sagradamente y la deposita en silencio ante lo que había
sido hasta ahora, su luna.
Vestida de jazmín, caminó en su bote, descalza con
sus plantas mojadas y sus pechos en pánico. Había creído que ese mar gobernaba
su vida, pues semejanza tenían con sus cariños. Cuándo; bajo
qué entusiasta vida comenzó ella a darle tanto valor a sus amores hasta
ahora quebrantados, fracturados, mutilados. Dónde comenzó todo a desvanecer su
ser para que pudiera este, expandirse amorosamente en estaciones fracturadas,
por entes lastimados. Qué tenía ella que hacía que todos éstos le
coquetearan perseverantemente. Cómo seguiría emancipándose para la
belleza, si en los días pasados había recogido todas sus flores lastimadas, no
podía ignorarlas más. Por dónde comenzaría a sanarlas. Y con qué. Quienes
intentaban ayudarla al verlas, se quedaban tan pasmados y huían sin saber cómo
expresarle sus sinceros
intereses.
Esos días, no
eran ventanas avivadas para ella. Sus pies ahora tan descalzos, donde dejaba
ella fluir toda su naturaleza vana, salvaje; y aturdida. Dándose así, el regalo
absurdo de la feminidad; toda su piel estaba profundamente lastimada. No podía
ya con las heridas de tanto, tanto arrebato. Había renunciado; con justo
derecho había dejado de desearles. De estar cerca; de brotar sus raíces cerca
de ellos. No podría más ocultar su valor: la pasión de andar ante la vida
buscando la profundidad sensata y natural de esta.
Vestía, esos últimos días vestidos largos y
livianamente desnudos. Sus transparencias tenías estrecha relación con sus
aromas, pues a pesar de tanto agrado, el dolor se expandía algunas veces, inesperadamente.
Días enteros se quedaba pasmada buscando belleza en las miradas, en los gestos,
en las pequeñas amabilidades que llegarían a expresar en muy contadas
ocasiones, algunos otros casi siempre sin éxito.
Oh su vida
tan afectiva, su pesar tan sereno. Cómo deshacer su conciencia, ya no podía más
con ella; más que muro, más que fuego era un pesar transparente, cálido y
demandante (a ella la obligaba a cuidar algunas veces, del rostro del
sacrificio; buscaba encarar las mentiras, por muchas que estas fueran, nunca
cedería ante ellas, ni quedándose sin rodillas). Su voz; su creciente
temperamento. En las esquinas de su cuerpo había cajones, espacios de metal en
dónde ocultaba las escasas pruebas de amores.
Había alguna
serenidad agrandada; alguna planta prudentemente colocada. Pero eso sí, grandes
desplomos que no reconocía ella como partes gubernamentales de su cuerpo. Sino
algunos caminos pasados que aunados con ese mar, algún buen lugar debía estar,
para así seguir justificando con grandeza lo que su entendimiento tanto
apelaba, tenía de nuevo un gran cielo donde volar, una bello mar para abrigarse
y un desierto en su pasado para enterrar con devoción la historia de tantas
perturbaciones enajenadas e intoxicadas, pasarían junto a las flores a una
mejor vida: la de la reivindicación elogiada y gobernada por un millar de razòn.
Buenos Aires, Argentina. 1936. Horacio Coppola. Del blog La Imagen del Siglo de Luis Gobea.
No hay comentarios:
Publicar un comentario