jueves, 15 de mayo de 2014

La casa de madera y la casa de piel.


Imagen del muro de Rafael.

No moría, ni cuando la alentaban. Quedaba sangre escurriendo en le piso, ella la bebía  para calmar su sed. No escudriñaba en los dolores; las colocaba en cajas blancas de cartón que adornaba con variados listones; con el tiempo soltaban  pestes irreparables y por las noches, cuando las estrellas brillaban un poco más, las atendía sin importarle las lluvias ni las catarsis de desgarrada e incontrolable menstruación, que todo esto le producía.

Casas en donde habia hecho ella historia con dos. Eépocas cumbres; ahora sabía que la vida no dejaría de manifestarse (pese a las muertes, pese al desagrado y a la altivez de la vida). Predisponibilidad acunada en ella.

La casa de madera, y la de piel. Su casa de madera, la casa de piel. En la pirmera procuró que nada ajeno arrebatara ni nublara los espacios de luz (junto con sus aromas obvio). Sonidos a los que los perros atendieron. Su cuerpo; el cuerpo que tanto intentó aliar al destino. Lo hizo madrugar; lo hacía velar guardándolo en el closet de la tolerancia; su imaginación y sus necesidades físicas; su hambre de erotismo quedaban expuestas, insatisfechas; mutiladas. Doblegadas al destino.

Recordaba con especial atención al llanto de su suegro; sus piernas cortas sobre la gran cama y él a su lado, tan majestuoso con sus ojeras y gruesos labios llenos como siempre, de nobleza. Enfermo consolaba atento, sereno, magistralmente elocuente con un profundo dolor físico y obligado a putear con fe. Sabía que la vida violaba su grandeza porque ahora su genialidad corría el peligro de quedar interrumpida y olvidada (su mayor temor). Era más él, ¡cómo, ante él la derrota!
Quedó ella como espectador: nunca aturdida, ni cegada. La casa de madera, de infinitud y muerte.
En la segunda casa no estuvo abrigada por el resplendor, sino por el poder y el descubriento del cuerpo de un hombre que supo habitar en ella. Escuchaba atenta y asustada el sonido del frio cuando pegaba éste en la ventana, al susurro del viento que entraba por el espacio tan debajo de la puerta. Había sido expulsada del hogar de la vida para cobijarse de lo creyó ser, otra blanca habitación. Dejar que el baile de esos dos cuerpos suspendidos en ese, en el parecido eterno placer. Sus manos duras, la altura física que toda la cubría. A sus sueños los había colocado en silencio entre líneas de palabras aliadas en hilos; se le había ocurrido hacerlos frases, le puso nombres a sus sueños los cuales con el tiempo, creyó poder transformar en pinturas escalofriantes; en películas desagradables.
A ellos, les reconocía en todo lo vivo, obvio; a ambos los identificaba en y ante ella. En los silencios, al cerrar sus ojos; al llorar con cualquier manifestación dialéctica de suicidio; cuando cocinaba, cuando se masturbaba. Los guardaba sí de algún modo entre su existencia sabiendo que imposibilitada estaba de desligarse de la bella resaca de honor que ambos al final, despertaron. Algunas veces los recordaba cuando comía, cuando se fornicaba así misma con su rebeldía etrema, o cuando indentificaba la maldad en la mirada o en el disfraz de cualquier ajeno. Sí algo habían tenido ellos dos en común era una profunda bondad doblegada a las burlas, juegos y expresiones de soberbia que ellos mismo en su naturaleza expresaban.

Habían alterado las sólidas estrategias que ella creía tener para vivir. En silencio y con poética agonía, los reconocía como dos huracanes que no lograron destrozarla; la habian obligado y sin intención, a cambiar las concepciones centrales que la existencia misma se había encargado de modo prolijo, inconscientemente dictar. 



lunes, 20 de enero de 2014

Orlando (en jungla y entre vuelos).


                                                      "Nature an letters seem to have a natural anthipaty; bring them together and they tear each other to pieces..." V. Woolf.

        Un segundo más, y terminaría, inyectándole el explosivo al cerebro. Daba igual (sin poesía; sin belleza, o splendor). Sí, ya tanta dinamita adormilada estaba por ser derrotada sobre expuesta ante su natural amabilidad.

No importaban los derrumbes que podrida ya estaba de llorar; mejor aún; las que seguro, por ahí, le esperaban en su vida.

 Un poco de polvora y listo.

 Cierto era que se sabía acompañada de millones de individuos en la ciudad pestilente; humanidad.

Era más bien ella: su desamor penetrando; navajas siempre en/ para su piel. Lo peor, se las metían estando ella del todo distraída; por lo regular o dormida, o leyendo.

Se vestía con frialdad: colores planos, sostén firme; espalda recta. Pantalones de sastre; aretes definidos por gracia. Los que decían estimarla, mostraban ante ella una falsa y silenciosa profecía. Los veía; de vez en cuando, se asombraban cuando acorrralados en su momento los encaraba. A su edad; de su edad esperaban irónicamente que cumpliera con expectativas que aburridos por su gusto a lo banal, se inventaban;  asqueados de los inútiles esfuerzos, no toleraban nada de ella.

Lo que más odiaban era el declaro de su libertad. Debía ser íntegra, pero falsa; responsable, y perfecta, y sobre todo: útil (para entonces darse crédito; era sólo eso: que ella pudiese comprobar que sus miserias nunca habían existido) Con sus habituales engaños,  ella representaba la paternidad y maternidad en declive. La integridad familiar era el laberinto más caótico y denigrante del que sí estaba segura conocer a la perfección.

 Su cuerpo curvulento, sus zonas erógenas tan impregnadas de olor a fracaso ajeno. Su sexualidad tenía que ver con la relación que habían tenido con sus padres decían ni Lacan o Freud podrían explicar lo que ella tanto odiaba y por lo que tanto se había esforzado:  conseguir sobrevivir ante el desamor negado.

Conoció ciudades sí, andubo sobre ellas; las noches lluviosas (que siempre habían sido de su preferencia). Le agradó más caminar y no ser conocida, que ser un número en casa; el no ser estimulada por ningún tipo de cercanía real o humana.  Eso fue siempre desolador, mucho más que ver  c ó m o  algunas putas mostraban sus carnes a los clientes en las calles de los bares de los centros; pues ellas por lo menos entra ellas, supongo que  encuentran ese valor opuesto: como sea, siempre expresaban el madar a  la chingada, a la verga o la mierda; a cualquiera de esos lugares que ellas sientiesen  al, y como un enemigo; eso le parecía claro y divertido en ellas. Cuando al andar las veía hacer eso, le daban ganas de hacer como MC, crearles y cantarles alguna que otra canción, a ellas que figuraban como callejeras sin dueño, como guerreras entre la  muerte real: en el intercambio con la porquería real: la humanidad.
Esas ciudades sí; a esas sí. Todo lo que encontró en esas jornadas citadinas la enamó: árboles vivos; calles ruidosas; gente atractiva y miserable; modernas librerías y gente alguna, muy pero muy educada. La permanente vida nocturna a cualquier hora; muchas lluvias; gente muy joven y gente muy adulta trabajando sin aflojar.

 “Vos no sos cualquiera no; sos eso: una totalidad que te pertenece y que en nadie podrás encontrar y mejor aún, no tienes por que compartirte __si no lo deseas__.  ¿ Se podrá vivi así toda una vida? " Terminaba sonriéndole a cualquiera, pero a cualquiera eh, cada cualquiera.  Pensamientos sonrientes por más oscuros que fuesen.

Su natural elegancia le hacía comprender que algo de inteligencia le quedaba después de tanta confusión vívida y acumulada. Perfectamente sabía que los extremos le daban luz: en donde no se amaba nada lo respetuoso, al apegarse a lugares y espacios en donde el pensamiento parecía ser lo más respetado. Ese era su lugar: ahí podría crecer; mutilar; demandar; eliminar; y compartir.

Era mala madre hasta ahora: había ella siempre colaborado con dinero en sus casas; era el abandono existencial más errante que podría algún pensador reconocer: varón mutilado.
Sería la última oportunidad que regalaba; ya el mapa translúcido de su cuerpo no tendría espacios para més caminos ahogados en llanto. Su solidaridad ante ella era racional; certera; inequivoca conciderando su total convencionalidad ante los demás había logrado identificar cuando de verdad uns er humano sufría fervorosamente; ya fuese obligado, aniquilado; destruido, o en lo peor de los casos; elegido.

Cabría en ella la tempestad porque encontraba en ella al mar; no necesitó por fortuna, la superficialidad de nada. Ya conocía las versiones de las mentiras habidas; tantas caminatas a solas, en peligro en madrugadas; a interperie. Tanta falta de cordura de quienes fueron en su momento sus todos.

Enferma estaba sí, más no de ella. Debía saber la razón exacta del por qué se le había negado el derecho a saber por que no se le había atruibuido algún genuino valor a lo único que palpaba como identidad: su existencia; si era ésta la única salvación, belleza segura en y de esta vida.

No era loca no, era terriblemente sensata, al grado de caer en excetricidad. Ella se divertía siendo un poco el rostro y el motor de esa imagen falsa; era es más, lo que ella había denominado: vayan a cagar a otra parte yo puedo ser lo que deseo y en entre ese derecho y toda la vida por delante que tengo quiero ser hoy una nada razonable.

Era genial esa idea: nadie la molestaría; esos, ellos, los que siempre le habían descartado valor, podrían ahora verla de algún modo: a menor valor, menor acción. Camuflajear tanto absolutismo; derrotas; muertes. Tanto mal, y sobre todo, el mar del desamor que sabía en su momento se inhundarían en él.

Su insulto no tenía letras, ni señales de índole alguna: cero símbolos; ni lenguaje corporal, no. Ella les ofendía con verles fijamente, penetrando en los ojos del Otro. Al verlos directo, podía decir en verdad lo que sabrían en su poder y en momento lo que ella les haría saber; lo mejor, era saber que en realidad nunca lo entenderían; pues de su temple y lealtad ante si misma nada ya le podrían erradicar. Era su triunfo; ya sólo quedaba dejarlos en un buen lugar y enmendar el camino que tanto le estaba esperado; el de una vida en una sexualidad propia; el ser existente.

En jungla y entre vuelos, ella no dejaba de reconocerles el rostro de quienes se le dirigían.




jueves, 3 de octubre de 2013

Las uñas, el alivio.





 Pesan los dedos

las uñas

la sangre,

 el alivio

 

la seriedad de una vida

de una vida   que   ha  quedado a merced de la Mar

 

 Se ha incubado la delicia

 

Menesterosos los que pasan sonrientes ante sus días sin mirar al prójimo quebrantado.

Feliz la mentira que duerme cerca de tu cama

 

pesan los dedos

las uñas

la sangre,

 el alivio

 

Dichoso el agobio de no darse por vencido

 se hospeda

 en el frescor del césped.

 

En las estrellas quedan sus ramas

los recuerdos,

en penumbra florece en abundancia

 la soledad resistente,

tan incapaz de justifica malestar

 

pesan los dedos

las uñas

la sangre,

 el alivio

 

la encara, la adorna

sin dejar de oler las pestes

 sin dejar de nombrar las flores

 sin dejar

 ni callar

 

eres como el poeta al que acuden  las sedientas almas

que de vez en cuando anticipadas vienen a dejarte palabras sin fonética

 sin color

 

pesan los dedos

las uñas

la sangre,

 el alivio

 

Diana Rosas Castro.

Octubre 3, del 2013.
 
 


Auguste Rodin.
 

sábado, 28 de septiembre de 2013

Habitad, alivio.

Habitada en alivio

La vida cae en sus tobillos
los embebe
los congela

cae por fin
amarilla
  silenciosa

 la serenidad al atender una vida
le pone atención
y la decora;
se distrae y se abandona
 como el azul del lago,
 dulzura de una nota alargada sin palabra


El amanecer queda en un pin en la cortina de su ventana
 lo sostiene al lado del sillón negro
 lo protege del cielo
de ti

Quedaría tan expandida entre labios
  en la serenidad  de una cama blanca
bien habitada
se hospeda por ahora
en la estructura del esqueleto del tronco
Expandida sobre raíces

¿En qué parte se oculta?
¿Dónde sembrar?
Blanco

amplitud implorada
hincada queda por las mañanas separa de sí misma
ordenando los miedos  como su rompa limpia dentro de cajas pequeñas
las quema arrojándolas en el túnel del desamparo

Transparencia adherida,
soltura prometida
una cada día,
 una cada hora

 entre cafés, entre silencios,
entre tazas llega siempre puntual a su cita con el destino solucionado
en la copa, la anula a la tortura,
la decora
con rituales con silencios llenos de cielo
Diana Rosas Castro. Septiembre 27, del 2013.




martes, 24 de septiembre de 2013

Como boca de mar abierto




                                                          "En dos partes dividida/ tengo el alma en confusión:/ una, esclava a la pasión,/ y otra, a la razón medida". Sor Juana.



Al cerrar la conversación con el 'hasta luego' reconoció el recorrido de las melodías de una serenidad excitante. Enamorada en soledad; entre esas sus costillas trabajadas. Lloraba; reconocía en el auto, ese sabor angustioso... divertido.

 No sabía qué hacer con ella: lloraba; se tranquilizaba. Derrotada dejaba que el azul de la noche la abrazara terminando obvio, seca en llanto. ¿Cómo era posible que a todo su torrente en fuerza; por esta ocasión ,debía regenerase sola y encima, en sí misma? Impulsada  por el incontrolable y colorido temperamento. 

Qué historia tendría la vida para ella. Ni respirar la había dejado. Elegida (ante la vida se consolaba) por esa fuerza interna que poco a poco se había transformado en su peculiar cualidad; no podía descansar, las lecciones de vida le llegaban de visita a su casa con demasiada constancia. 

Siempre desayunaban en su comedor, o salían en fila debajo de su cama, algunas veces en silencio, otras de golpe, matándola temporalmente por meses.


Había descubierto su ser mujer entre desdichas, quebrantos, errores y desiluciones.

 Conocía la virtud de la ironía misma que le parecía suprema a tempestades, se la habían metido en su piel y encarnada algunas veces le sangraba.


La sexualidad no tenía nada que ver con todo el tabú que entraba en sus sentidos, ni por medio de los desagradables recuerdos que intentaban agresivamente dialogar con ella. Su cuerpo no era una trozo sólido de belleza eterna, sino por el contrario, le parecía en sí misma efímera, conceptual para otros. Extía sí, pero no poseía el permiso especial para engrandecerse sin autorización. 

Conocía su inmensidad; la olía, convivía diario con ella. No sabía qué hacer con todo ese castillo que emanaba de ella.


El latir de sus labios y el intenso deseo divertido de entregarse, el volverse indispensable por dar placer, que mejor modo de rendirse a la bondad. Sin saber si lo que le pasaba era malo o inofensivo. ¿Debía quedarse paralizada ante la poesía desprolija que habitaban en las palabras de su cuerpo? éste, que tanto le estorbaba y que se alimentaba de prudencia y de autenticidad, no podía ser ahora un nuevo ser abstraído de colores, de serenidades acompañadas sobre todo, enteramente de la fuerza del tacto. 

Terminaba llorando largos y serenos bosques, desmayada quedaba por sus aromas; en el suelo palpaba el latir de la tierra en las yemas de sus dedos, sin ocupar en si de los oidos quedaba ahí perene, muerta de tanta atención implorando un poco de misericordia a tanta vida en si.


Cepillaba su cabello para ver si podía ocultarle un poco de frescura, aromitizaba su piel a cada intsante porque se sabía tan con vida que de algún modo su instinto debía estar con armonía con la Soltura. Señora admirada y dependiente ya para ella.


No sabría como encarcelar eso que tanto deseaba exponer. Un maratón poético en belleza en donde sólo caben dos seres sabios de magestuosidad; abstraidos del dolor, substanciosos por si mismos; todas sus moderaciones discrepadas e insunuantes.


Ninguna sensación, color, ente o dicha, podía darle consuelo; se estaba besando sin poder para con la nada. Era un mar seco, diluído por el dolor de ver en él tanta posibilidad de vida. Su deber no radicaba en la estructuración de corduras, ni ambicionar la dulce compañía, no. Le lloraba desconsoladamente a su deseo de estructurar, de acompañar, de tolerar, de ceder, de experimentar, de violentar, de armonizar, de joder, de existir.


No sabía por qué era dominada por ser un tanto al vivir. Tendría que creer fervientemente en los milagros para que de nuevo se accidentara con la seguridad que proporciona el abandono al mundo, concibiendo así el que para ella era más mejestuoso: el de la intimidad; altar para muertos; desproporción aumentada; silueta soñada. Era la muerta en vida... el conocer todo esto y andar en vida cotidiana reconociendo la subliminidad.

 Dentro de esa desolación, era irónicamente donde más la producía, no habría razones válidas ni pequeñas para descomponer el placer de seguir intentando conocer el valor de la distorsión, que al parecer intentaba aparentemente presentarle con demasía la vida.

 Nadie podría estar tan equivocado como ella; ahí, justo es ese instante de majestuosidad, era donde más escuchaba los sonidos de una dialéctica de amor. Ahí: rendida ante si misma; deshecha por la fuerza que la deboraba, ensimismada de seguir amando sacrificadamente en silencio; de ella para el mundo, de todos para nadie, de pocos para ellos, de muchos entre ellos.

martes, 17 de septiembre de 2013

Silene nutans



 
 
Fotografías extraidas de internet al poner la palabra grises.
 
 
La vida no pareciera jamás tan perfecta: la cama de trigales, dorada y aterciopelada irónicamente era ya su sábana predilecta. En especial por las mañanas cuando nadie podía demandarle nada; ni las praderas de los deberes nunca endebles. De ahí su gusto eufórico de despertad a las tres de la mañana para regalarse la orquesta de escuchar atenta al silencio de todas, las nuevas noches. Nada se esfumaba, todo recaía en el cuerpo que tanto cuidaba de día que paseaba arropado con blandas telas. Ahí, a través de ese palacio, el fuerte; (si hablara, si pudiera darse cuenta los ajenos todo lo que éste poseía en memoria). Oh, cuerpo tan para ella: con vida; sin temperamentos: suelto, apreciado y nunca taciturno.

No luchaba contra nada ni nadie, parecería que su esplendor radicaba en necesitar tanto y constantemente de la vida. No vagaba más como antes, no esperaba viendo por numerosos minutos por el puente hasta que pasara una persona que le diera una radical y casi invisible señal para poder tomar valentía y continuar diluyendo corazones por su buen gusto y trabajo, al diseñar los muebles para departamentos lujosos de la ciudad.

Distintivos como un ser infante con tristeza oculta; un hombre nervioso que apresurado corre a su destino, o, simplemente una mujer sudando por sus corridas matutinas. Encontraba en todos ellos, trozos de espacios musicales que adquiría de su memoria musical. Tenía ya veinte años memorizando por placer las canciones que le agradaban en desmesura sin importar géneros musicales, lugares geográficos mucho menos temporadas. Las canciones, todas ellas, siempre se revivían con cualquier estímulo. No lo podía gobernar.

Caía su mirada de vez en cuando al percibir el arrebato de algún querido. Los dejaba ahí, dentro de una vitrina que en sus puntas se extendían cuidadosa y tenuemente al brillo de las esmeraldas heredadas por su abuela. Jamás de ella, a pesar de vivir el pesar de vivir rota segundo a segundo, recordaba sino sólo esa bella herencia no obligada.

Una tarde cuando su abuela colocaba la crema nocturna en su rostro, la miró con atención por el espejo, y dejándole una carta le pidió que por favor, la leyera el día que fuera enterrada, justo al atardecer de ese esperando día, dándole específicas instrucciones le recomendó hacerlo a solas, con su cabello suelto y colocándola en su escritorio limpio y de madera. En estas letras, había detrás de ellas, fuertemente ligadas dos esmeraldas que habían pasado de generación en generación, con mucha suerte, pues a pesar del dinero que había generado la apreciación a las tenuidades nunca había existido. Entre las cajas de viñedos que la familia había trabajado por cuatro décadas dichas esmeraldas habías estado encasilladas en un bolso antiguo del tamaño de dos uñas unidas en paralelo. Se había encargado de rescatarlas, pues nadie nunca las había notado.

Su abuela por las noches le susurraba las canciones con aroma a madera. Era un ritual al que naturalmente habían intentando renunciar. Con los años ella se había convertido en esa diseñora elegante y afable; que más no por ello, le agrada ser lo que hasta en ese momento reconocía ante los demás de ella. Que en realidad era sólo una consecuencia de un par de coincidencias acertadas. Su oficio en secreto era otro. Se había transformado en una restauradora de mapas de museo, le hacían pedidos y en el sótano de su casa, a escondidas siempre acudía ya no a escuchar a su abuela, sino a dejar toda su atención en todos los signos y aromas que en fotografía igual se le quedaban en la memoria de su cuerpo.

Ganaba fortunas y éstas siempre eran dirigidas al colchón de su cama lujosa porque el dinero en sí mismo no le importaba, más bien le recordaba a las esmeraldas de su vitrina. La cual su madre en una ocasión sin apreciar lo que en ella existía la había mandado a vender en una ocasión en la que había ido a decorar el departamento de una rica afrancesada.

Ese día había llegado tarde al compromiso que tenía pendiente con sus amigas de toda la vida: estaban por inaugurar un café. Llovía tanto que sus botas no limitaron para nada el frío rabioso de esa noche en la que con prisa mojada se quitó sólo su ropa se enganchó su cabello para rápido tomar de nuevo el bolso cuando se dio cuenta que en el espacio, ya no estaban las esquinas que tanta iluminación le proporcionaba a cualquier hora y ante cualquier prisa. Quedó mutilada, marcada y embotada; muerta por todos los dolores que de día a día intentaba anular, los de su abuela, los que radicaban en cada ano que celebrara; se le vinieron de golpe los segundos del crujir de las faldas de su bella señora; los tarareos y sus lágrimas invisibles para ello, fluorescentes para ella. Su madre había enterrado la herencia que su abuela con tanto tormento (y lo peor que siempre lo fue) silencioso había colocado en su prudente andar. Ya no palpaba en materia al único material que la acompañaba en su única y valiosa deuda moral: el intento sincero por una dignificación generacional. Su batalla ante lo injusto y lo que era mejor; un intento fiel de protección al único ser que con su presencia había sabido muy bien cuidar de ella.

Por la ventana corría el frío ya de la madrugada transformada en amanecer, lo único que su piel sí podía recibir. Atesoraba en su mirada todo el dolor las derrotas en sacrificio de su amada vida pasada, de su nuevo resplandor.


 


viernes, 13 de septiembre de 2013

Alazán negro


           
            Sin considerar las razones personales ella creía más en sus miedos que en lo que el pensamiento inconsciente pudiera proporcionarle, de algún modo la prevenían; el temor al final no era enemigo; herramienta, no destino. Total una más entre millones, cómo harían aquellos que padecían esquizofrenia, o pánicos inmóviles que ni de sus casas podían salir. Como seria vivir en esos cuerpos, en esas mentes atormentada. Ella sólo contenía un par de miedos que la habían neutralizado por tres mil seiscientos cincuenta días. Se veía al espejo y de su imagen tomaba piezas y las colocaba en la parte más de su baño para que pudiesen nutrirse un poco de la humedad; los colores los colocaba en las piezas de pan dulce que tanto gustaba y plácidamente se los comía. Notorio era, que sabía jugar con su descontrolada desolación.
 Llovían las tormentas de sus amistades con sus ofertas, que eso te proporcionará paz interna y demás (ingenuos pues pizca de chocolate no es). Mira, I. ésto te definirá ante las posibilidades que la Nueva Era proporcionan: tarot, yoga; es tu hijo niño índigo…; que psicología espiritual; miles de... opciones más. Na ¡para qué tanta babosada! si ella no tenía problema alguno al identificar su inconforme y natural ímpetu de la aparente irrelevancia de su existencia, de todos modos eran ellos lo mismo: seres con hambre de seguir la  falsedad de mostrarse con vida cuando sus mohos cerebrales eran cada vez más que visibles, re predecibles. Aún así y como hábito continuo secaba con sus dedos un poco de gotas de humedad de sus frentes que irónicamente siempre olían para ella dulce.
Cuando veía como en sus botas pasajeramente quedaban el frio de los recién formados charcos de agua, pensaba sobre el momento exacto cuando comenzó a creer que su vida podría ser, o la relevancia de una felicidad fortuita y, o descomunal, o, la aniquilada; muerta alegría de aquellos que gozaban de verla miserable y desproporcionadamente deshecha. Porque esa era la intención de algunos: verla caer, amargada; gorda y apagada. O sea, la existencia enaltecida al cero en potencia. Ya sus creencias en las ciencias exactas podrían ser no el escape, sino su última opción. Total, el existencialismo no era radicalmente un nuevo concepto para la humanidad.
            Estaba tan experimentada como desilusionada, no había razón alguna; bajo ninguna circunstancia era relevante que se supiera lo que ocasionaban sus más perjudiciales e intensos pesares. Para que mencionarlos; si en realidad tendría siempre ella la opción, o de embellecer la existencia poniéndole un poco de onda sin fingir ni un gramo más de bienestar, o podría por otra parte, seguir la tortura asfixiante de encarar la realidad, que en si misma, asquerosa era.
 Las personas eran como un regalo, o agradable o impúdico por abrir. A todas la ponía en cajas imaginarias: las enmarcaba con una línea fluorescente cuando le hablaban cada ser tenia un color especifico, los cuales representaban las miserias de ser humano: el odio, la derrota, la ambición, el egoísmo, era mejor identificar en ellos de que pata cojeaban con los que trataba, total ni cuenta se daban de su cotidiano escaneo. Por otra parte, cuando se descuidaban los olía; le divertía todo eso. Algunas veces se sorprendía de los congruentes resultados que estas adivinanzas generaban: cuando buscaba encontraba los secretos más destructivos de y sobre ellos.
 Vivía en un permanente cosmos de burla, no porque la gente le pareciera idiota no. Era un modo de filtrar lo que no le agradaba, que era casi toda realidad por más sencilla y ajena que ésta fuese, la realidad y la miseria de la existencia coexistían ambas sin su autorización y demandaban fervientemente la mitad de su ser.
Eran a menudo estas realidades humanas, casi todas babosadas que no eran dignas de observar. Y que igual, formaban parte de la exigencia natural de decidir una cadena constante de relaciones humanas en su vida; que porque decían, que importantes siempre eran. A sus cuarenta había conocido un par de personas válidamente importantes y extenuantemente significativas. Sólo el Par. El resto, aglomeración en incertidumbre.
La variación habitaba en la realización de una sofisticada felicidad. Era en ella, donde la inventiva se convertía en gran posibilidad de creación, ahí sí podían ser ubicadas todas las personas entrechocadas  entre sí. Ni sus demonios podían opacar sus quebradizas perturbaciones; sus incongruentes reflexiones; sus tan decaídos intentos en sus sobresaltos filosóficos y existencialistas que tanto mojaban sus sábanas.
            Se producía el balance perfecto al ocupar su mente en cualquier producción intelectual atenuando así, la normalidad en su caminar, en su hablar en su codificar incluso, hacia las personas.
Su esencia no era molde, mucho menos padecía de caducidad  pasajera; grito abierto eran las montanas de algunas mentes que penetraba y que conscientes de alguna presencia loable en valores mutuos y generados sí lograba conocer, conseguir, agrandar. Había en ese camino una reciprocidad peculiar; en las tormentas de tierra: una serenidad de apreciación en los moldes desnudos que argumentaba delicadamente con algunas reflexiones o palabras amables, o sencillamente pensadas.
            Podría de día dejar de pertenecer a lo vulgar. Su arrogancia tan sabiamente educada; su acento portugués y su escandaloso andar pronunciaba una gran adelanto sexual cada que sus recitales se convertían en escenas fotográficas, Era de profesión contadora, pero era de esas mujeres que su sólo andar ligero ante la vida producía celo, envidia arrolladora y sobre todo, calidez para cualquier ajeno. Tenía un carisma espectacularmente agudo, a muchos agradaba, y a pocos amaba. Tal vez de ahí la ambición de su energía engrandecida. La tolerancia a los arrebatos ajenos que siempre conflictuaban su aparente crecimiento, su enaltecida realidad. Un comienzo continuo sin fin mucho menos principio. Con desazón y agudeza embriagadora, sofisticada y endeble.