Imagen del muro de Rafael.
No
moría, ni cuando la alentaban. Quedaba sangre escurriendo en le piso, ella la bebía para calmar su
sed. No escudriñaba en los dolores; las colocaba en cajas blancas de
cartón que adornaba con variados listones; con el
tiempo soltaban pestes irreparables y por las noches, cuando
las estrellas brillaban un poco más, las atendía sin
importarle las lluvias ni las catarsis de desgarrada e incontrolable
menstruación, que todo esto le producía.
Casas
en donde habia hecho ella historia con dos. Eépocas cumbres; ahora sabía que la vida no dejaría de manifestarse (pese a las
muertes, pese al desagrado y a la altivez de la vida).
Predisponibilidad acunada en ella.
La
casa de madera, y la de piel. Su casa de madera, la casa de piel.
En la pirmera procuró que nada ajeno arrebatara ni nublara los
espacios de luz (junto con sus aromas obvio). Sonidos a los que los
perros atendieron. Su cuerpo; el cuerpo que tanto intentó aliar al
destino. Lo hizo madrugar; lo hacía velar guardándolo en el closet
de la tolerancia; su imaginación y sus necesidades físicas; su
hambre de erotismo quedaban expuestas, insatisfechas; mutiladas. Doblegadas al destino.
Recordaba
con especial atención al llanto de su suegro; sus piernas cortas sobre la gran cama y él a su lado, tan majestuoso con sus ojeras y
gruesos labios llenos como siempre, de nobleza. Enfermo consolaba
atento, sereno, magistralmente elocuente con un profundo dolor físico
y obligado a putear con fe. Sabía que la vida violaba su grandeza
porque ahora su genialidad corría el peligro de quedar interrumpida
y olvidada (su mayor temor). Era más él, ¡cómo, ante él
la derrota!
Quedó
ella como espectador: nunca aturdida, ni cegada. La casa de madera,
de infinitud y muerte.
En
la segunda casa no estuvo abrigada por el resplendor, sino por el poder y el descubriento
del cuerpo de un hombre que supo habitar en ella. Escuchaba atenta y asustada el sonido del frio cuando pegaba
éste en la ventana, al susurro del viento que entraba por el espacio
tan debajo de la puerta. Había sido expulsada del hogar de la vida
para cobijarse de lo creyó ser, otra blanca habitación. Dejar que
el baile de esos dos cuerpos suspendidos en ese, en el parecido
eterno placer. Sus manos duras, la altura física que toda la cubría.
A sus sueños los había colocado en silencio entre líneas de
palabras aliadas en hilos; se le había ocurrido hacerlos frases, le puso nombres a sus sueños los cuales con el tiempo, creyó poder transformar en pinturas escalofriantes; en películas
desagradables.
A ellos, les
reconocía en todo lo vivo, obvio; a ambos los identificaba en y ante
ella. En los silencios, al cerrar sus ojos; al llorar con cualquier
manifestación dialéctica de suicidio; cuando cocinaba, cuando se
masturbaba. Los guardaba sí de algún modo entre su existencia
sabiendo que imposibilitada estaba de desligarse de la bella resaca
de honor que ambos al final, despertaron. Algunas veces los recordaba
cuando comía, cuando se fornicaba así misma con su rebeldía
etrema, o cuando indentificaba la maldad en la mirada o en el disfraz
de cualquier ajeno. Sí algo habían tenido ellos dos en común era
una profunda bondad doblegada a las burlas, juegos y expresiones de
soberbia que ellos mismo en su naturaleza expresaban.
Habían
alterado las sólidas estrategias que ella creía tener para vivir.
En silencio y con poética agonía, los reconocía como dos huracanes
que no lograron destrozarla; la habian obligado y sin intención, a
cambiar las concepciones centrales que la existencia misma se había
encargado de modo prolijo, inconscientemente dictar.