Hacerles
creer (a los novios) que a pesar de sus rarezas prejuiciosas (Lo único que sabes hacer es abrir las
piernas. Sólo usas ropa de Walmart, ropa sin clase; plana; no eres en realidad
tan linda, eres exótica. Siempre andas en la luna. Estás loca).
En
algún momento tendría la posibilidad de hacerles notar la impertinencia de sus
insultos, haciendo lo que mejor sabía hacer: usando las palabras, en estos
casos, lo magistral radicaba en esperar
siempre por los momentos oportunos. Lo que digan no me devastará. Es más, lo
consideraba un poco divertido. Sabía que la historia; la trayectoria en la vida
era de ella; de un poco de los árboles, de su amor a la vida y de quien merecía
la ciega entrega de su lealtad. Repartía todo esto. A borbotones, con euforia, con
poesía, con serenidad, locura, y por diversas razones. Con el tiempo había
descubierto que tenía derecho a casi todo: a mentir ingenuamente, a coquetearle
a la vida, a enamorarse como adolescente, a recibir en o durante naufragios
amabilidad y sobre todo, tenía derecho a la legalidad de crecer ilimitadamente
con los medios que ella encontrara sorprendentes en su camino y que para su
suerte, nunca dejaban de aparecer.
Había renunciado a ver con tanto romanticismo
sus esperanzas utilizándolas mejor como clips para su cabello. Nadie las
notaba, y era eso de lo que más gustaba. Tener secretos eran motivos de vida,
eran una de sus seducciones predilectas. Le había costado conocer la superior
importancia de estos. Las reservas eran
la fuerza misma de su existencia. En
sus manos, y en el sudor casi de inmensas hiervas encontraba seguridad; un gran
respaldo. Su independencia había estado un poco fracturada por las
involuntarias faltas de atención que en su primer hogar había conocido. Ni aún
con la madurez podía olvidarse del todo de ellas, habían repercutido como un
eco interminable en espacio, fragmentos tan íntimos incluso, hasta de su
sexualidad.
Como
no hacerlo, siendo ella una historia misma. Sus deberes ante la vida
se habían modificado tristemente a temprana edad, de ahí su nostalgia por lo inconcebible
y poético, ridículo, tal ves. Un poco genuino, sí. Era su destino el deberse a
sí misma y para una natural satisfacción, ella lo veía como una aventura más
que digna, era, la única que en realidad había conocido profundamente. No se temía; se reconocía en
todas partes: en los reflejos de las ventanas,
en sus prendas; en sus mascadas; en su maquillaje. Entre prisas; en sus bolsas,
en sus recetas; en sus lecturas. Cambiaba siempre de perfume sin jamás
repetirlos. Tal parecía que su tendencia a interpretar a las personas y sus
experiencias, eran desde un comienzo, un hábito inconsciente de supervivencia.
Gustosamente siempre se equivocaba, desde un comienzo pensaba que la gente
andaba en la vida con una tenue ingenuidad, creyendo así espontáneamente en
ella hasta que conoció en repetidas ocasiones, los niveles de maldad de alguno y otro.
Como
Los fríos no eran para sus pulmones, ni para sus enguantadas largas manos, los
fríos que ella había vivido eran frescos que la atormentaban, la que los demás
quebradamente presentaban. Nunca la ofendieron con sus deshonestidades, sino
por el contrario, llegó a agradecerlas, muy en silencio y magistralmente
colaboraron para dar forma a su concepto de honorabilidad. Era tan libre, como
la soltura de su falda, como los colores de las abrumadas temporadas de
invierno, de infierno.
Genial, Diana, genial. Te superas. Veo otra vez ese retrato de las soledades...de las soledades vistas casi con sorna, porque están perfectamente identificadas y definidas. Lo cual, una vez más, da pié a la esperanza. Y hasta permite un toque irónico, como si se presentara a una batalla ganada (o perdida, no importa) de antemano. Me gusta.
ResponderEliminarIrónico sí. Lo intento Jesús de a poco y todo tomará forma. ^.^.
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