Ahora todos; el adulto acompañante, y su pequeño; dos hombres que a ciencia cierta no estaban magistralmente interesados en comprender la naturaleza de la necesidad de ellos hacia ella, ¿la tenían? ¿Ocuparán en algún momento entenderla?
En lo que cuestionaba, se acercó una pareja que al inicio arrebataron su atención inicial sólo por la expresión diminuta de extrañeza que su inocente acompañante expresó cortadamente, pues rápidamente le interrumpió con una mirada de reclamo.
Regordeta, de estatura baja; con blusa rosa e inteligente amabilidad acompañaba del brazo a quién desde lejos fácilmente se le podía reconocer como pareja. No se preocupe, a todos causa sorpresa, además así son los niños. Y sí, la constante insolencia humana de asombrarse indiscretamente ante un hombre con bastón, gafas negras y el andar a ciegas que irónicamente puede caracterizarle. Siéntese señora dijo el pequeño. Gracias, hijo. Marca por favor a Antonieta antes de que se haga tarde, dijo el hombre ciego. Dame un minuto. Y te digo, a mí mis hijos me han costado lágrimas, de las grandes; tantas. Casi de color negro entendió ella. De niños, cuando mis hijos se peleaban entre ellos los amarraba a una silla y mira que esa idea la aprendí de mi papá, que bien cuidó de sus nueve hijos. A los dos, en una ocasión se los hice. Terminaron por supuesto acompañándose en el dolor de haber sido recluidos y supongo que se sintieron traicionados por mí que los amarraba bien fuertecito a la silla. Hace poco, en una ocasión les escuché decir que ese incidente los había unido más y que por esa razón desean tener hijos, varios según dicen.
Y hoy mi marido sufre por su hija de catorce años. El mencionado, hablaba por teléfono con elegancia, atención e interés alejado por supuesto con prudencia de las que lo escuchaban.
Ha llegado el ómnibus. Mucho gusto señora. Pronunciaba esa formal expresión con total sentido. Agradaba verla serena, ordenada, y ligera. En contraposición con la muchedumbre, de aromas, y de rostros duros. Uno, delgado de edad avanzada, hermético; con camisa blanca tan planchada como iluminada. Seco, rígido, ausente. Al lado, la pareja del invidente y la señora que daba deleite conocerla.
Andar aquí entre tanto desconocido. Sin perfume, sin ropa atractiva. Al ver al hombre ciego llorar como dulce niño en el hombro de la amable. Susurrándole al oído palabras de aliento, supuso. Era su dulzura, la sinceridad del llanto, el consuelo de una honesta acompañante. Pero mami, ¿por qué lloras? Por como lo cuida amor, no te preocupes de dolor no es.
Cómo dialogando con su observadora, la miró fijamente expresando preocupación. Él, de cuarenta y cinco gordinflón, limpio; seguro de sí mismo, con enormes y modernas gafas de sol. Ella tan pequeña, con gordos pies y sandalias extravagantes. Le habían hecho entender que ningún ser puede darse al mismo tiempo a los inventivas engañosas que gobiernan la vida de los humanos, ni al pasado (aliado al desamor y las críticas de una familia lejana) y al presente perturbado por tanto ruido, con tantos malos sabores.
Entendió que la naturaleza de la relaciones podían ser cubiertas magistralmente por el tono de la lealtad; el sabor de la compañía efectiva. O sea, lo contrario de lo que había conocido. Era ya el tiempo de reconocer sinceramente que casi todas las personas renombradas en sus angustias habían sido ajenas a ella. De ahí, tal vez la verdad de confiar en lo concluido. Soy yo, en gran medida la que atormenta, al ser precisa; curiosa, agresiva en mi reconocimiento silencioso; al saber desde hace mucho que no pertenecía a ese círculo de personas. Era, ese camión el símbolo de un pasado ya claro; siempre solicitado, ahora esfumado.