jueves, 12 de julio de 2012

El desequilibrio como fuente de vida, comprensiblemente algo pasajero a decisión.


Bajo la calidez odiada de un desierto (que con el tiempo se había convertido en un espacio inevitable para ella), desarmaba por completo su ropero: fotos, ropa de lencería, y ropa que le daban ahora una exótica figura. Siempre el excesivo calor, lo había visto como el mayor signo de desolación. El sol petrificante, las siempre arenas inagotables que como novias lo acompañaban pero sobre todo, el desamor del que ella había sido testigo. Esa ciudad desértica, su sequía. El desierto; sus relaciones afectivas y la intolerancia de otras a su natural tendencia de explorar en su independencia, en su derecho a una libertad que para entonces estaba ya educada. La alegría e ingenuidad que la distinguían. Al parecer, esos eran los defectos, los motivos del odio; del rechazo que recibía. Cada día vio en cualquier espejo su sonrisa hasta que poco a poco fue desapareciendo, cautelosamente fortalecía esa prudencia esperando por su apropiado momento. Las serpientes siempre arrastradas envenenando con sus lenguas. Podía ver en ellas lo que reconocía en esencia por desagradable. Sus modos de expresarse ante la vida; (como veían, y hablaban de la vida de los demás); sus constantes y cada vez más intensos atrevimientos de menospreciar y tratar inferiormente a los demás.  Esa noche había descubierto en los insultos, en el morbo y en la burla de las demás, una sola verdad: ya más daño no podían hacerle y el mapa emocional que en ella habían dibujado, había por fin, encontrado el lugar apropiado, sabía de nuevo dónde ubicarlo, y lo que era mejor aún, ella tenía el control sobre eso. Ellas, no tenían más el poder ante su prosperidad. Se miraba por las noches, detenidamente. Se enmarcaba sus rulos para engrandecer el encuadre que tanto le gustaba en su rostro. Sus brazos un poco flácidos sabían de la enmarcada presencia de su aún femenina cintura. Lloraba sin saber por qué algunas veces se sentía encerrada en la escrupulosa realidad de vivir construyendo la vida de adulto. No era más, culpa de esas bestias. Sus perversidades la habían hecho forzosamente renombrar un territorio nuevo: la aventura de reconocerse sola ante la vida; sus cariños no eran cajas con recuerdos, estaban llenas de confusiones; de siempre  presentes, mensajes subliminales. El discurso detrás del discurso. Estaba casi obsesionada a intentar descifrar lo que en realidad cualquier persona deseaba decirle a través de palabras, esto producto de haber crecido sin que nada se le explicara. Lo que por lo mismo le daban el reconocimiento de desequilibrada. Era lo que no le decían abiertamente: pienso que eres esto, tu presencia generó tal cosa, no soporto de ti tal realidad, etc. Le  costaba tanto trabajo confiar; porque en el fondo eso era sinónimo de abrazo. Sus recuerdos estaban anulados; ensangrentados; enmohecidos. Estaba asustada, habían pasado un año, un par de meses sin serenidad. Sin la cordura que siempre sola habían conocido. Le había causado mucha impresión el haber sido acechada en el túnel familiar. Estaba cansada, aterrada. Había ya descansado mucho en la impresión y certeza de su intuición, ya eso no servía más. Su belleza no era la alegría por lo vivo, por lo asombroso; su fuente de hermosura estaba compuesta de fragilidad, de tiempo, de constancia, de serenidad; de vida propia. Había convivido mucho tiempo por un solo rostro, el  de ella; el de un silencio asfixiante acompañado por una rebeldía siempre elocuente y firme. Incomprensible para algunos que esta insubordinación le produjera algún bienestar, era sólo una clara manifestación de su incompatibilidad para aceptar falsedades, torturas o insultos. Se limitaba simple y sencillamente a seguir fiel a lo que seguro sí tenía: su existencia. Le pesara a quien le pesara ella no haría más nada por la mirada de la comunidad que había conocido en su niñez. No se sentía huérfana de padres, ni de amores, lo que era peor por hacer caso a ello, se sintió por mucho tiempo huérfana de sí misma. Se comprendía, aunque la carne de su alma estuviese quemada, en llagada; marcada, herida. No conocía la afirmación que de ella había ya escuchado: te importas sólo tú.  Era la prueba máxima de humildad que se le presentaría. Herida, podía aún, ofrecer su mano. Silenciosamente, sin ser querida, mucho menos valorada regresó a su identidad: un compromiso laboral serio y productivo; una disciplina física para estimular la belleza y la energía de su cuerpo; y el desarrollo de otro corazón cercano a ella. Sencillas fotografías; la presencia de compañías amadas y sobre todo, tiempo para seguir el recorrido de su vida sin pensar día a día en las torturas que había conocido a falta de maldad y voluntad.




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