Bajo la
calidez odiada de un desierto (que con el tiempo se había convertido en un
espacio inevitable para ella), desarmaba por completo su ropero: fotos, ropa de
lencería, y ropa que le daban ahora una exótica figura. Siempre el excesivo
calor, lo había visto como el mayor signo de desolación. El sol petrificante,
las siempre arenas inagotables que como novias lo acompañaban pero sobre todo,
el desamor del que ella había sido testigo. Esa ciudad desértica, su sequía. El
desierto; sus relaciones afectivas y la intolerancia de otras a su natural
tendencia de explorar en su independencia, en su derecho a una libertad que
para entonces estaba ya educada. La alegría e ingenuidad que la distinguían. Al
parecer, esos eran los defectos, los motivos del odio; del rechazo que recibía.
Cada día vio en cualquier espejo su sonrisa hasta que poco a poco fue
desapareciendo, cautelosamente fortalecía esa prudencia esperando por su
apropiado momento.
Las serpientes siempre arrastradas envenenando con sus lenguas. Podía ver en
ellas lo que reconocía en esencia por desagradable. Sus modos de expresarse
ante la vida; (como veían, y hablaban de la vida de los demás); sus constantes
y cada vez más intensos atrevimientos de menospreciar y tratar inferiormente a
los demás. Esa noche había
descubierto en los insultos, en el morbo y en la burla de las demás, una sola
verdad: ya más daño no podían hacerle y el mapa emocional que en ella habían
dibujado, había por fin, encontrado el lugar apropiado, sabía de nuevo dónde
ubicarlo, y lo que era mejor aún, ella tenía el control sobre eso. Ellas, no
tenían más el poder ante su prosperidad. Se miraba por las noches,
detenidamente. Se enmarcaba sus rulos para engrandecer el encuadre que tanto le
gustaba en su rostro. Sus brazos un poco flácidos sabían de la enmarcada
presencia de su aún femenina cintura. Lloraba sin saber por qué algunas veces
se sentía encerrada en la escrupulosa realidad de vivir construyendo la vida de
adulto. No era más, culpa de esas bestias. Sus perversidades la habían hecho
forzosamente renombrar un territorio nuevo: la aventura de reconocerse sola
ante la vida; sus cariños no eran cajas con recuerdos, estaban llenas de
confusiones; de siempre presentes,
mensajes subliminales. El discurso detrás del discurso. Estaba casi obsesionada
a intentar descifrar lo que en realidad cualquier persona deseaba decirle a
través de palabras, esto producto de haber crecido sin que nada se le
explicara. Lo que por lo mismo le daban el reconocimiento de desequilibrada. Era lo que no
le decían abiertamente: pienso que eres esto, tu presencia generó tal cosa, no
soporto de ti tal realidad, etc. Le costaba
tanto trabajo confiar; porque en el fondo eso era sinónimo de abrazo. Sus
recuerdos estaban anulados; ensangrentados; enmohecidos. Estaba asustada,
habían pasado un año, un par de meses sin serenidad. Sin la cordura que siempre
sola habían conocido. Le había causado mucha impresión el haber sido acechada
en el túnel familiar. Estaba cansada, aterrada. Había ya descansado mucho en la
impresión y certeza de su intuición, ya eso no servía más. Su belleza no era la
alegría por lo vivo, por lo asombroso; su fuente de hermosura estaba compuesta
de fragilidad, de tiempo, de constancia, de serenidad; de vida propia. Había
convivido mucho tiempo por un solo rostro, el de ella; el de un silencio asfixiante
acompañado por una rebeldía siempre elocuente y firme. Incomprensible para
algunos que esta insubordinación le produjera algún bienestar, era sólo una
clara manifestación de su incompatibilidad para aceptar falsedades, torturas o
insultos. Se limitaba simple y sencillamente a seguir fiel a lo que seguro sí
tenía: su existencia. Le pesara a quien le pesara ella no haría más nada por la
mirada de la comunidad que había conocido en su niñez. No se sentía huérfana de
padres, ni de amores, lo que era peor por hacer caso a ello, se sintió por
mucho tiempo huérfana de sí misma. Se comprendía, aunque la carne de su alma
estuviese quemada, en llagada; marcada, herida. No conocía la afirmación que de
ella había ya escuchado: te importas sólo tú. Era
la prueba máxima de humildad que se le presentaría. Herida, podía aún, ofrecer
su mano. Silenciosamente, sin ser querida, mucho menos valorada regresó a su
identidad: un compromiso laboral serio y productivo; una disciplina física para
estimular la belleza y la energía de su cuerpo; y el desarrollo de otro corazón
cercano a ella. Sencillas fotografías; la presencia de compañías amadas y sobre
todo, tiempo para seguir el recorrido de su vida sin pensar día a día en las
torturas que había conocido a falta de maldad y voluntad.
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