miércoles, 4 de julio de 2012

 
Su habitación: una casa para ella. Todo su mundo se reflejaba en esas paredes pintadas. En el sillón individual, tan café. Aterciopelado. En su closet, las dimensiones de las prendas que juntas formaban una falta de armonía que le parecía irónicamente exquisita. En el techo, una medalla colgada con un fino hilo; la misma imagen conocida en su niñez y que igual la acompañaba al dormir. Era el lugar dónde de verdad creció. Donde les dio vida y llanto a sus muertos; donde sus poesías la reconciliaban con la miseria que percibía de algunos que se le acercaban; sus gustos. No sabía qué le gustaba más, si las plantas que fácilmente se le reproducían en ese su hogar; o la música que la esperaba al llegar a casa habitualmente después de las diez de la noche y que ella misma dejaba encendida para sentir la calidez de una bienvenida Estaba ya imponiéndose a darse esa muestra de cariño. Su familia era su alegría. Las canciones predilectas en sus amaneceres. 

Caminatas a las siete y media de la mañana; dirigirse con un poco de frío a la biblioteca de la universidad. Su cabello largo, mojado. Sus pies poéticamente chuecos. Sus suéteres blancos, sus overoles. Las postales en la pared. Era tiempo ya de dejar su felicidad y volver al lado de quiénes le explicarían detalladamente el porqué no tenía más familia.



Cansada estoy de tus locuras. Sal de mi casa, no vuelvas a ella. Su cuerpo pesado no sabía ni con qué excusa deshacer lo hecho y lo único que se le ocurrió fue insultar. De rodillas, a solas. Quedó llorando en su cama, suplicando con profunda sinceridad, valor para divorciarse de la que ella había conocido como madre, no tendría más desazón, ni absurdos en su vida, es cuestión de que le hagas a entender que tu separación era la opción más sana para tu vida, para tu continua formación. Ya no habría insultos, intrigas, ni mentiras. Sería ella sola con el pequeño que había concebido como bendición. Sin imaginar la labor a la que se presentaría constantemente: No señora, a  nosotros nos parece que su hijo no es feliz y suponemos que tiene problemas en su casa. Ha intentado medicarlo. Sería una solución inmediata, además si pensamos bien sino hace algo ahora mismo, no podrá controlarlo más. ¿Controlarlo? A quién diablos le interesa eso. Era lo único imperdonable, saberse una madre que no proporcionaba la sencillez de la vida a quién tan enorme y fácilmente amaba. Sino podía hacer eso, no podía hacer nada más significativo en su vida. Tan fácil era amar a su hijo y no saber darle una vida divina que lo formara íntegramente, porque eso es la felicidad, o ¿no? La puta realidad. Y ella desesperada al ver que su cuerpo, su vida, su tiempo tomaba una forma sin el control ya de su alegría inmensa que le producía la aplicación a uno de los talentos que más amaba de ella: el amor al aprendizaje que le diera fortaleza para honorificar su presente, su vida. Conocía a la vida de atender coherentemente sus amores por la expresión, sobre todo por el gusto de la actividad al entendimiento.  Seguir viviendo el tiempo para crear una vida digna ante  lo que la tenía en esta existencia: su sensibilidad e  inteligencia ilustradas por su voluntad y acción.  Era más, la vida que estaría pro defender de nuevo tenía una claro perfil: la integridad. La vida ya tenía un especial sentido porque vivía incrédula; callada, pensativa y amando serenamente y a pesar de ello, muchas de las veces angustiada.

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