lunes, 6 de agosto de 2012

Autonombramiento; más duele que la herida de la belleza.



La importancia de su ser no radicaba en el cuerpo; en una vida exitosa, ni mucho menos en la imperfecta armonía hiriente de su relación amorosa. No amo a tus padres, te amo sólo a ti dijo el hombre. El abuelo le decía al nieto. Era sencilla la majestuosidad con la que quería encontrar silenciosa y obsesivamente la libertad dentro de la masa acongojada del cuerpo; de la sonrisa ahora ahogada. En sus canas rizadas.

 No había nada de malo en ser feliz por tantas horas recordaba, y mucho menos abrirla, pintarla siempre con sinceras sonrisas que en los demás vivían encajadas, u odiadas. Por qué la culpa de ser feliz, la de ser infeliz, la peor: la de pretender negar la existencia para comprenderles. Había desperdiciado un poco su lucidez en ello.

 El cobertor como una gran bufanda para su cuerpo. Avergonzada terminaba de nuevo viviendo su vida inusual. Cómo madurar si el constante hábito de alegría la había desarrollado en su natural exploración de juventud, de cuando las noticas malas se convertían en un tragedias llevaderas y el tiempo le recordaba que su sentido común de madurez estaba por cambiar porque desde luego no era ni la misma joven ni  mucho menos la misma persona, pese a lo que algunos pensaran. En su juventud, en la que tanto reconoció la conciencia de saber que en ella tenía tantos derechos, tenía tiempo para equivocarse y sobre todo, podía poseer sólo para ella la consecuencia de sus errores, sin tener ningún serio agobio por ello; esa era la fiesta que tanto amaba de su juventud. De cuando los errores no parecen ser sino sólo puertas de vidrio con ríos frente a ellas.  No había crecido tanto categóricamente como en esos años, ni dentro de una casa con las mismas personas por diecisiete años, en un comienzo y en un imposible eterno final nadie se conocía ahí. Cómo ser ella cuando los demás parecían vivir felices fumando su desapego. Su leal amante. Desde el inicio, aprendió a no necesitarles. Después  enumeró privilegiadamente cariños. Los iba mencionando entre hojas de diario; finamente entre dibujos, aromas, fotografías, y carteles con signos específicos. Los hacía semillas austeras; invisibles. Las amarraba dentro de su ropa para que al caminar, el aroma de éstas pudiera sugerir que no dejaran de seguir brillando a su lado. Tés; libros, apertura y atrevimientos.

 En ese entonces, la dicha cabía en su cuerpo, en su cabello y en su siempre apurado andar. Se le colgaba como serpiente rosa. Lluvia que le robaba silencios. Escuchaba desde lejos la inconformidad de los que nada hacía por seguir un camino que dulcemente justificaba. Su vía era esas noches frías; personas afines a ella. Lectura.
Sin amantes; con su don para buscar lo honorable.

 Lo libre; lo equívoco conseguía aumentar el nivel de sangre, lograba ser la anatomía perfecta del júbilo al maquillar sus labios; al buscar en los vientos la presencia de su entero derecho. Sabía que esas noches de excesivo frío no la llevarían jamás a la tumba, sino por el contrario,  exploraría la capacidad de tolerancia, la que su dulce cuerpo solía soportar.

La habitación casa. Su mueble café. Los cuadros en su pared. El medallón colgado en la pared. La planta que crecía sin pedir permiso, sin agua incluso, aún lo insólito: sin tierra.




1 comentario:

  1. Este texto es hermoso, muy hermoso. Con lo que significa la palabra "hermoso", que se refiere a algo que no es solamente bello, sino además singular. Un precioso regalo para un día de Reyes. Gracias, Diana.

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