jueves, 23 de agosto de 2012

El valor del despojo.


Temía como siempre, ser despiada al ser muy descubierta por ella misma. En armonía abierta por ahora, con sus temores. Los adornaba magistralmente en su cabello o en algunas ocasiones los usaba en un pendiente que discretamente facilitaba la imagen elegante y divertida. A pesar de ellos, no dejaba de pensar durante las pasadas noches, como en una, en particular, había entendido al nuevo frio. Mismo que encrucijaba sus preciados y poderosos pechos con placer, supo que no pararía de ser, lo que pasionalmente se denomina como la 'amorosa (entre risas) del júbilo'. Se burlaba conciente, de su glamurosa y siempre expresiva aceptación por la vida; sin dejar del lado, el creciente apetito de su cuerpo. Descolgada y antónimamente, imaginaba sus últimos años como una caja (que llevaba en algunas ocasiones,) trenzada a sus caderas. Altanera; se la quitaba para tomar café o para sonreirle a cualquiera. Eran más atractivos los seres que andaban con ropa gastada, con pesadez en sus miradas. Los aromas eran los de siempre: a ilusión inventada, a pereza a amabilidad de oro. ¿Cómo no dejan de insistir en descodificar con sus miradas de desagrado a quiénes sabían mejor vivir con limitaciones cotidianas? Los de treinta o cuarenta, sin cuestionar su falta de exploración a un crecimiento con un pefil genuinamente noble, humano. En las orillas; entre líneas identificaba en su discurso, el deseo de exponer lo que en ella no cabía más: el natural y asfixiante pesimismo como consecuencia de repeticiones mentales; diálogos sin pulir. No le entraba en sus caderas la misma ropa y gustosa de ello, perfería dejarla de lado y seguir a escondida con su privado convivio. Veía sus cuerpos explorando las vértices en vida; contrarias. Presente en mucho, lo prodido. Con la audacia de escribir las malas historias en algunos rincones de casas o espacios donde habitaban los desagradables, de manía colocaba rápidamente sus inconformidades, de preferencia sin nadie la viera. Se burlaba de pocos, con fina descreción. Se quedaba serena al ver pequeñas sonrisas. Espasmos de brillos en espacios en donde la organización adquiriría dignidad. Y mucha. En esta ocasión le estaban mostrando como algunos objetos podían emanar estabilidad; lugar. Funsión. Así su mente. Con una mano podía urgar en su corazón y descarapelarle la suciedad con paciencia y desdén y por el otro, conocía el libre y perfumado espacio en la que esta podía desenvolcer una actividad contidiana: un saludo, una audaz limpiada de pesa, una caricia, una comida ingeniosamente preparada. Con locura y por supuesto, con el mismo nombre. Su profesión no estaba hecha para generar el dinero que tanto la sociedad 'pedía'. Era un oficio sin complicaciones, casi sin defectos; de suicida. Era el de restaurar la relación que tenían los acompañantes con su labor en existencia. Eran todas sus aficiones importantes. La de dejar el orden en la intención de amar; la de enmarcar solitariamente los espacios de intimidad en su piel y en sus corazones. Sobre todo, entre los diálogos de casa. Uno educaba, el otro contemplaba amorosamente sin exponer siempre una participación absoluta. Era ya todo mejor visto desde el corazón. Inteligentemente la razón sólo quedaría enmarcada en su labor hacia situaciones cotidianas, demandadas por la apatía de algunos. La energía amorosa estaba en su cuerpo que lo escudriñaba siempre; permanecía por igual en la secreción de mierda de la mascota, o mejor aún en la natural ambición e inconformidad de lograr vivir en su infinitud, en su cordial capacidad de experimentar en sus peculiaridades y dignificarlas con especial sabiduría.



Pintura de Lucian Freud.

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