“El escritor muchas de las veces lo es
porque ambiciona destacar; lo es, para comprobar que su conciencia y razón,
ambas, le pueden ofrecer el cielo o el infierno. Eso sí, ambos a su favor;
cuando en realidad no sabe ni puta madre qué hacer con ellos, como
consecuencia, desesperadamente se miente”. D. Rosas.
Segura estaba que todos veían pornografía a escondidas. Algo que nunca
había escuchado alguien preguntara por ello. No dejaría por y ante nada hacer esa novela
aunque el día tenga veinticuatro horas. Quedaban esos minutos tan apretados
como los jean que le súper ajustaban desde ya, dos veranos pasados. No le
sobrar el tiempo, y mucho menos, las dotes monstruosas del ego intelectual que
tanta acción genera en el trabajo de un escritor común (rata patona). Café,
alimento saludable; ropa para no planchar; peinado sofisticado para no
maquillar; no escotes, no zapato clásico, pero sí satín en blusas abotonadas.
Por muy rosa que le pareciera el
resultado de dicha novela sería al final un descomunal intento por darle de
nuevo un nombre a algunos espacios de su existencia, que eso sí le interesaba,
no llegaba todavía a exigirse un trabajo intelectual respetable y de renombre,
eso le importaba un pedazo de hoja de otoño, o tanto comer un trozo de carne
fría. No estaba para exigencias irracionales, no por el momento.
Entre el cacho de hoja de otoño y…
Tenía ya meses viendo videos pequeños de pornografía lésbica, hay algo
en ellas: ese modo sereno, silencioso y un tanto más plácidamente creíble, ríos
que le permitían tolerarles; agrandaba el verles con atención, por lo menos un
par de minutos más a diferencia de los otros videos. Era que su inteligencia en
impulso necesitaba ver el lado humano en su vida cotidiana; ese, el lado floreciente de la humanidad sin que
ella tuvieses la necesidad de deambular con acción en la peligrosidad bizarra
del humano: no, con extraños nada. Ni los espontáneos buenos días. Menos con
las imágenes púdicas de tanto ser sexual gimiendo. Ah, a, a, a, ay.
Vivir la sexualidad desordenada ocasionaría a su conciencia una
desvariada realidad que de verdad no le interesaba. No eran los actos sexuales
en videos lo que la hacían desear adentrarse a experiencias parecidas. U no,
mucho menos eso. El ver, saber la curiosidad de conjeturar que las personas
vivas hacen con su inconsciente de necesidad sexual, un algo que a ella la
verdad lejos estaba de concernirle, pues experimentar por lo pronto no quería.
Desencarnar más bien, por una parte, que la vida no pasaba fuera de su puerta
en vano; porque el pretexto de la vida era ya desde hace mucho el realce de la
misma. Vidita aquí, vidita mundana, pero con un enceguecedor sentido, eso sí
peleaba, eso sí buscaba.
En los videos pornográficos de mediana normalidad: donde los hombres
gozaban de una aparente fuerza tan garbosa como antigua; majestuosa en su
brutalidad, tan pedante como arrebatada, tan, pero tan fuera de contexto
erótico, tan de todo que terminaba tirada de la risa. Eran las mujeres pintadas
en exceso y los hombres que las golpean al mamarles el pito tan absurdamente
ridículos en masas. Por otra parte, veía los que están de verdad gozando al ser
animales no sabios: sin gemiditos actuados; sin los bufos golpetazos
masculinos.
Las mujeres de cuerpo perfecto, de peinados adheridos a la elegancia y
a la vulgaridad, pero eso sí tan p e r f e c t a m e n t e depiladas. Lo que era al final, más envidia le daba. Pues esas
mujeres de algún no gozaban dela conciencia rasposa de pensar tanto en sí
mismas que su animalidad brutal no las convertía para ella en sólo seres
sexuales: artífices de la realidad humana; o, esos machos por lo general de
cuerpos nada perfectos, con actitudes salvamente desagradables e idiotas.
Deberían envidiar a los grandes del Renacimiento. Sí esos, los de los videos,
esos: las Vergas Gordas: que la quieres, que no la quieres, que pídela y frases
cortas en inglés. Oh! esos… y las mujeres por supuesto muy jóvenes, tan
pequeñas incluso de cuerpo; las que deben dar la impresión de ser las más
sexuales. Inmensidad de Lolitas para tirar al cielo, ellas. Estrellitas que
pueden ser colgadas en los espejos de los autos, en las paredes de algún taller
mecánico o en la habitación de un adolescente susceptible. Ah, delicias
pequeñas para nuestras pupilas.
En una ocasión descubrió en dos parejas realidades convincentes en sus
movimientos una congruente armonía: en el modo en que se miraban y sobre todo
como se tocaban el uno al otro. La primer pareja eran dos jóvenes mujeres que
se estremecían la una y la otra y no en turnos, y con una sutil coherencia,
entre sus blancas pieles no había pertenencia, había una solidez tan íntima que
quedó sorprendida. En la segunda pareja era notoria al instante la realidad de
ser tan cual; par de sexos opuestos y poseedores ambos, de un lenguaje corporal
estimulantemente poetizado por el excesivo gusto del uno por otro, se tocaban
el cabello, se cuidaban de las luces, se olían. Se vivían concentrados
endeblemente en una materia de existencia en donde la razón no cabía en
presencia, menos necesaria era.
Insultaba supongo, concluía ella, cualquier asomo de la razón. Ahora sí
ni los grandes filósofos.
Cuando por las noches el pensamiento arrebatado y sin orden la
despertaba, corría a su cocina por un poco de agua fría. Líquido que al tocar
sus labios le hacía recordar la compasión que ella ya era capaz de abordar para
su siguiente amanecer; su consecuente día y la reapertura de constantes
proyectos que llevaba siempre al unísono. Era eso, el reloj que la atormentaba
sin ni siquiera sentir siempre el gusto por la cordura; la discreción de
siempre manejar una imagen que los demás pedían: debía verse siempre
presentable, es decir, la mayor parte de las veces con zapatos clásicos y ropa
nada vulgar. Pero eso le quitaba tiempo: cuarenta y cinco minutos exactos en
absurda demanda. EL cabellito en su lugar; la pelea absurda ante la senectud
que otros tanta importancia le daban. Qué jodida idea.
Las palabras en su vida cotidiana eran algunas veces veneno para los
que convivían cerca o en ella; a menudo se enfrentaba a la tortura constante de
su amor a lo ególatra, alienígena sediento del corazón humano. Se mezclaban
siempre.
Esa sabia manía de cambiarse de
nombre cada par de días ya no le divertía, la atormentaba. En quién debía
convertirse después haber visto la película en donde el porno estrella debía
acatar ordenes, después de esa película alemana, veía esos videos con otro
sentido, algo encontraría en algunos deletreos, en algunos gemidos, aunque
estos estuvieran hechos para cumplir otra función.
De saber lo que observaba con atención: la bella necesidad de ser
reconocidos, que en el fondo tal vez tenían los que ella amaba en, ante y
frente a su nombre: la soltura, la mentira abierta traducida como honestidad.
Se aferraba a algo fuerte: pasaba cada temblor; cada que alguno de los
que le interesaban pronunciaban de diferente modo y variante entonación,
palabras rebuscadas de sentido y sinceridad, siempre con alguna emoción inútilmente
escondida. Porque aunque pareciesen humanos en el fondo algo en sus cuerpos
podrían mostrar, total era en ellos donde siempre la memoria mas trascendente
se quedaba en el cúmulo del diario de los secretos humanos, cómo hacer para
darse a Reacción sin que esas memorias se perturbaran al fundirse como si en
ella habían quedado recuerdos que herían torturaban sus blandos pesares; los
videos podían ser la estimulación más transparente y abierta que un poema
vanguardista, porque de la fealdad encontraba ella el estímulo funcional de una
reacción abierta y sincera en donde ella junto con otra persona escribirían
mandamientos que pudieran ser destrozados o tatuados por pesares de ambos.
Por fin había desmentido la fortaleza aparente del morbo al acto
pornográfico, sin necedad ante nada, bajo la supervisión de una total
cosmovisión serena; un tanto aguda y fiable.
Marcel Duchamp, 1967. 'Marcel Duchamp Cast Alive'.