martes, 17 de septiembre de 2013

Silene nutans



 
 
Fotografías extraidas de internet al poner la palabra grises.
 
 
La vida no pareciera jamás tan perfecta: la cama de trigales, dorada y aterciopelada irónicamente era ya su sábana predilecta. En especial por las mañanas cuando nadie podía demandarle nada; ni las praderas de los deberes nunca endebles. De ahí su gusto eufórico de despertad a las tres de la mañana para regalarse la orquesta de escuchar atenta al silencio de todas, las nuevas noches. Nada se esfumaba, todo recaía en el cuerpo que tanto cuidaba de día que paseaba arropado con blandas telas. Ahí, a través de ese palacio, el fuerte; (si hablara, si pudiera darse cuenta los ajenos todo lo que éste poseía en memoria). Oh, cuerpo tan para ella: con vida; sin temperamentos: suelto, apreciado y nunca taciturno.

No luchaba contra nada ni nadie, parecería que su esplendor radicaba en necesitar tanto y constantemente de la vida. No vagaba más como antes, no esperaba viendo por numerosos minutos por el puente hasta que pasara una persona que le diera una radical y casi invisible señal para poder tomar valentía y continuar diluyendo corazones por su buen gusto y trabajo, al diseñar los muebles para departamentos lujosos de la ciudad.

Distintivos como un ser infante con tristeza oculta; un hombre nervioso que apresurado corre a su destino, o, simplemente una mujer sudando por sus corridas matutinas. Encontraba en todos ellos, trozos de espacios musicales que adquiría de su memoria musical. Tenía ya veinte años memorizando por placer las canciones que le agradaban en desmesura sin importar géneros musicales, lugares geográficos mucho menos temporadas. Las canciones, todas ellas, siempre se revivían con cualquier estímulo. No lo podía gobernar.

Caía su mirada de vez en cuando al percibir el arrebato de algún querido. Los dejaba ahí, dentro de una vitrina que en sus puntas se extendían cuidadosa y tenuemente al brillo de las esmeraldas heredadas por su abuela. Jamás de ella, a pesar de vivir el pesar de vivir rota segundo a segundo, recordaba sino sólo esa bella herencia no obligada.

Una tarde cuando su abuela colocaba la crema nocturna en su rostro, la miró con atención por el espejo, y dejándole una carta le pidió que por favor, la leyera el día que fuera enterrada, justo al atardecer de ese esperando día, dándole específicas instrucciones le recomendó hacerlo a solas, con su cabello suelto y colocándola en su escritorio limpio y de madera. En estas letras, había detrás de ellas, fuertemente ligadas dos esmeraldas que habían pasado de generación en generación, con mucha suerte, pues a pesar del dinero que había generado la apreciación a las tenuidades nunca había existido. Entre las cajas de viñedos que la familia había trabajado por cuatro décadas dichas esmeraldas habías estado encasilladas en un bolso antiguo del tamaño de dos uñas unidas en paralelo. Se había encargado de rescatarlas, pues nadie nunca las había notado.

Su abuela por las noches le susurraba las canciones con aroma a madera. Era un ritual al que naturalmente habían intentando renunciar. Con los años ella se había convertido en esa diseñora elegante y afable; que más no por ello, le agrada ser lo que hasta en ese momento reconocía ante los demás de ella. Que en realidad era sólo una consecuencia de un par de coincidencias acertadas. Su oficio en secreto era otro. Se había transformado en una restauradora de mapas de museo, le hacían pedidos y en el sótano de su casa, a escondidas siempre acudía ya no a escuchar a su abuela, sino a dejar toda su atención en todos los signos y aromas que en fotografía igual se le quedaban en la memoria de su cuerpo.

Ganaba fortunas y éstas siempre eran dirigidas al colchón de su cama lujosa porque el dinero en sí mismo no le importaba, más bien le recordaba a las esmeraldas de su vitrina. La cual su madre en una ocasión sin apreciar lo que en ella existía la había mandado a vender en una ocasión en la que había ido a decorar el departamento de una rica afrancesada.

Ese día había llegado tarde al compromiso que tenía pendiente con sus amigas de toda la vida: estaban por inaugurar un café. Llovía tanto que sus botas no limitaron para nada el frío rabioso de esa noche en la que con prisa mojada se quitó sólo su ropa se enganchó su cabello para rápido tomar de nuevo el bolso cuando se dio cuenta que en el espacio, ya no estaban las esquinas que tanta iluminación le proporcionaba a cualquier hora y ante cualquier prisa. Quedó mutilada, marcada y embotada; muerta por todos los dolores que de día a día intentaba anular, los de su abuela, los que radicaban en cada ano que celebrara; se le vinieron de golpe los segundos del crujir de las faldas de su bella señora; los tarareos y sus lágrimas invisibles para ello, fluorescentes para ella. Su madre había enterrado la herencia que su abuela con tanto tormento (y lo peor que siempre lo fue) silencioso había colocado en su prudente andar. Ya no palpaba en materia al único material que la acompañaba en su única y valiosa deuda moral: el intento sincero por una dignificación generacional. Su batalla ante lo injusto y lo que era mejor; un intento fiel de protección al único ser que con su presencia había sabido muy bien cuidar de ella.

Por la ventana corría el frío ya de la madrugada transformada en amanecer, lo único que su piel sí podía recibir. Atesoraba en su mirada todo el dolor las derrotas en sacrificio de su amada vida pasada, de su nuevo resplandor.


 


1 comentario:

  1. Transmites la libertad con la que escribes: pura prosa poetica. Gracias...otra vez

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