Abierta
de piernas, descolgada de su elegante vestido ajustado y estilizado por su tan explotada
disciplina alimenticia, sólo creía poder sostener el calor del sol, más que el de
su aliento. Así comenzó el cambio de una vida en catarsis con la firme
intención de intentar aquella bella filosofía de su juventud: el considerar que
su vida podría ser por qué no, aún una obra de arte. Era posible todo, ante la
existencia de todo lo que vertiginosamente ella al comienzo estuvo
accidentalmente obligada a vivir, en su vida afectiva y familiar. Su vida hasta
ese entonces había sido, un dulce huracán y para que este colaborara a su
natural y tan merecida felicidad debía de algún modo comenzar a establecer un
sentido coherente y más inmenso que todo lo que ella había conocido sin
voluntad. No dejaría que de nuevo su vida adquiriera forma por lo que ella no
elegía, porque aunque los que la conocían no lo apreciaban así, hasta ese
entonces sabía su peculiar consciencia que su sensibilidad y formación personal
no podrían estar más controladas por los diversos destinos que accidentalmente
conocía a la perfección.
Sería
capaz de no maldecir sin nombrar a alguien; podría invocar ayudar silenciosa
con su sonrisa abierta pero ahora encarada baja otra perspectiva; o seguiría
intentado explorar en el centro de una inteligencia abierta y fingidamente tierna
dando así un honesto nuevo andar.
Ni elegante, ni lúcida. Ya esas
obsesiones no eran necesarias, no más. Pues esos rasgos ya estaban, en grado
incorporados en su personalidad.
Observó
el par de carpetas con trabajo acumulado y sin más, acudió libremente a
explorar en su diario. Hábito que había comenzado a temprana edad. En esa
ocasión, escoltó el comienzo del eterno luto de saberse ahora huérfana.
Obligada a ello, tenía en el fondo aún su vida un sagrado orden que dispuesta
estaba a enaltecerlo.
Y como escribirle querido, pensaba ella,
que su afán por mantener su caballerosidad podría traer una sola consecuencia:
una profunda reconciliación con la cordura que desde hacía ya tiempo ella
trataba y vivía en soledad, podría ahora compartir sabiamente su ambición de
seguir el permiso de encontrar en su intensión la acertada autoconfianza que
desde hacía ya tantos años se había establecido con... majestuosidad. La genuina amabilidad
de un ajeno le hacía recordar y agradecer la importancia de su preciada y
callada fidelidad a sí misma. Sabía que no era relevante incluso, compartírselo
a esa persona, pues muy interesada en saber lo que producía en ella no estaba,
ni ella. Desde jovencita había comenzado un diario con historias ficticias de
amores que se inventaba, de esos correspondidos con un profundo sentido de
heroicidad castrante: los personajes por lo regular eran la imagen de una
persona real con la gran distinción que ella los transformaba en lúcidos seres;
héroes protagonistas que le rescataban de sus largas noches sin sueño y que a
la par, la acompañaban durante las horas en las que pasaba pintando la pared de
su habitación. Y con el tiempo,
épicamente ella terminaba salvándose de esos seres que en realidad con
el tiempo casi todas las veces se habían convertido en personas desagradables
con ciertos, eso sí salvables cogidos de humanidad. De algún modo estos amores
inventados le mostraban la apertura de una vida nueva a su imaginación, a su
deseo de contacto ante una inteligencia estructurada para crecer en la imaginación,
en ella misma y en personar de algún modo tanta falta de atención que en su
familia había sufrido. No era romanticismo, claro que lo tenía; ni el
padecimiento genético: la carencia de amor. Nada de eso, era el coqueteo seguro
y permanente de creer que ella era libre de conocer amores sin considerar el
agresivo hecho de que fuesen tan finamente inventados, y lo que era mejor aún,
estos eran creados a pleno gusto bruto, sin tanta mente metódica y útil, era
todo sin mentiras ajenas, sin carencias.
Embellecía así la fealdad real de los
protagonistas que con el paso del tiempo, se convirtieron ante sus ojos en
gente bruta, apática, vulgar o falsa. Había comenzado a comprobar que la
actividad de su imaginación nunca sería una pérdida de tiempo, ni mucho menos
algo dañino para su intuitiva vocación. Su profesión de artista estaba ahora ya
maravillosamente justificada a temprana edad y lo mejor era que estaba
enmarcada por una fidelidad a ella misma. A ésta, a la que ya nunca podría
renunciar aún si ella erróneamente lo decidiera así. Su joven imaginación sería
ya la vestimenta predilecta; que no sólo protección le daría.
Sus faldas cortas y en ese entonces, sus
muy delgadas, delgadas piernas; su cabello rizado y su sonrisa abierta,
permanecían enmarcadas siempre por los audífonos viejos, por su ropa setentera
y por los libros que la acompañaban aún más que sus familiares, o compañeros de
escuela. Tenía tiempo y lo usaba sabiamente; siempre por igual tenía la
disponibilidad de observar la normalidad de las personas de su edad,; no iba
con ella el desenvolvimiento social que las jóvenes de su edad mostraban, ella
más bien adquiría de algunas
distinciones de esos jóvenes, podría ser señalada con distinción por su modo de
vestir o simplemente juzgada por sus claros intereses.
Se veía
ella a menudo ante sus vestidos; su
silueta con imperfecta decadencia, siendo esta tan tenue como el color de su
lápiz labial. Se escribiría cartas tomando ventaja de las noches
avanzadas; sobre todo en la
pesadez de sus madrugadas que
siempre han sido sus predilectas. Ningún silencio para ella, más hermoso que cuando imaginaba
dormitar al mundo entre piyamas y camas distendidas. Era cuando abría su
cuaderno con aroma a otoño, y de donde extraía alguna foto vieja y cautiva de
su rostro en niñez. Hacía siempre líneas de cuerpos pequeños, la mayoría de
hombres perfectamente imaginados. Que para su sorpresa habían colaborado para
el conocimiento de una sana y fructífera Otredad.
Foto de Jonas Mekas, adquirida del muro del facebook de Rafael Alomar Company.
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