jueves, 28 de junio de 2012

La ambición del orden embellecido



Abierta de piernas, descolgada de su elegante vestido ajustado y  estilizado por su tan explotada disciplina alimenticia, sólo creía poder sostener el calor del sol, más que el de su aliento. Así comenzó el cambio de una vida en catarsis con la firme intención de intentar aquella bella filosofía de su juventud: el considerar que su vida podría ser por qué no, aún una obra de arte. Era posible todo, ante la existencia de todo lo que vertiginosamente ella al comienzo estuvo accidentalmente obligada a vivir, en su vida afectiva y familiar. Su vida hasta ese entonces había sido, un dulce huracán y para que este colaborara a su natural y tan merecida felicidad debía de algún modo comenzar a establecer un sentido coherente y más inmenso que todo lo que ella había conocido sin voluntad. No dejaría que de nuevo su vida adquiriera forma por lo que ella no elegía, porque aunque los que la conocían no lo apreciaban así, hasta ese entonces sabía su peculiar consciencia que su sensibilidad y formación personal no podrían estar más controladas por los diversos destinos que accidentalmente conocía a la perfección.

Sería capaz de no maldecir sin nombrar a alguien; podría invocar ayudar silenciosa con su sonrisa abierta pero ahora encarada baja otra perspectiva; o seguiría intentado explorar en el centro de una inteligencia abierta y fingidamente tierna dando así un honesto nuevo andar.

Ni elegante, ni lúcida. Ya esas obsesiones no eran necesarias, no más. Pues esos rasgos ya estaban, en grado incorporados en su personalidad.
 Observó el par de carpetas con trabajo acumulado y sin más, acudió libremente a explorar en su diario. Hábito que había comenzado a temprana edad. En esa ocasión, escoltó el comienzo del eterno luto de saberse ahora huérfana. Obligada a ello, tenía en el fondo aún su vida un sagrado orden que dispuesta estaba a enaltecerlo.  

Y como escribirle querido, pensaba ella, que su afán por mantener su caballerosidad podría traer una sola consecuencia: una profunda reconciliación con la cordura que desde hacía ya tiempo ella trataba y vivía en soledad, podría ahora compartir sabiamente su ambición de seguir el permiso de encontrar en su intensión la acertada autoconfianza que desde hacía ya tantos años se había establecido con... majestuosidad. La genuina amabilidad de un ajeno le hacía recordar y agradecer la importancia de su preciada y callada fidelidad a sí misma. Sabía que no era relevante incluso, compartírselo a esa persona, pues muy interesada en saber lo que producía en ella no estaba, ni ella. Desde jovencita había comenzado un diario con historias ficticias de amores que se inventaba, de esos correspondidos con un profundo sentido de heroicidad castrante: los personajes por lo regular eran la imagen de una persona real con la gran distinción que ella los transformaba en lúcidos seres; héroes protagonistas que le rescataban de sus largas noches sin sueño y que a la par, la acompañaban durante las horas en las que pasaba pintando la pared de su habitación. Y con el tiempo,  épicamente ella terminaba salvándose de esos seres que en realidad con el tiempo casi todas las veces se habían convertido en personas desagradables con ciertos, eso sí salvables cogidos de humanidad. De algún modo estos amores inventados le mostraban la apertura de una vida nueva a su imaginación, a su deseo de contacto ante una inteligencia estructurada para crecer en la imaginación, en ella misma y en personar de algún modo tanta falta de atención que en su familia había sufrido. No era romanticismo, claro que lo tenía; ni el padecimiento genético: la carencia de amor. Nada de eso, era el coqueteo seguro y permanente de creer que ella era libre de conocer amores sin considerar el agresivo hecho de que fuesen tan finamente inventados, y lo que era mejor aún, estos eran creados a pleno gusto bruto, sin tanta mente metódica y útil, era todo sin mentiras ajenas, sin carencias.

 Embellecía así la fealdad real de los protagonistas que con el paso del tiempo, se convirtieron ante sus ojos en gente bruta, apática, vulgar o falsa. Había comenzado a comprobar que la actividad de su imaginación nunca sería una pérdida de tiempo, ni mucho menos algo dañino para su intuitiva vocación. Su profesión de artista estaba ahora ya maravillosamente justificada a temprana edad y lo mejor era que estaba enmarcada por una fidelidad a ella misma. A ésta, a la que ya nunca podría renunciar aún si ella erróneamente lo decidiera así. Su joven imaginación sería ya la vestimenta predilecta; que no sólo protección le daría.

Sus faldas cortas y en ese entonces, sus muy delgadas, delgadas piernas; su cabello rizado y su sonrisa abierta, permanecían enmarcadas siempre por los audífonos viejos, por su ropa setentera y por los libros que la acompañaban aún más que sus familiares, o compañeros de escuela. Tenía tiempo y lo usaba sabiamente; siempre por igual tenía la disponibilidad de observar la normalidad de las personas de su edad,; no iba con ella el desenvolvimiento social que las jóvenes de su edad mostraban, ella más bien  adquiría de algunas distinciones de esos jóvenes, podría ser señalada con distinción por su modo de vestir o simplemente juzgada por sus claros intereses.

Se veía ella a menudo ante sus vestidos;  su silueta con imperfecta decadencia, siendo esta tan tenue como el color de su lápiz labial. Se escribiría cartas tomando ventaja de las noches avanzadas;  sobre todo en la pesadez de sus madrugadas  que siempre han sido sus predilectas. Ningún silencio para ella,  más hermoso que cuando imaginaba dormitar al mundo entre piyamas y camas distendidas. Era cuando abría su cuaderno con aroma a otoño, y de donde extraía alguna foto vieja y cautiva de su rostro en niñez. Hacía siempre líneas de cuerpos pequeños, la mayoría de hombres perfectamente imaginados. Que para su sorpresa habían colaborado para el conocimiento de una sana y fructífera Otredad.






  Foto de Jonas Mekas, adquirida del muro del facebook de Rafael Alomar Company.

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