viernes, 30 de agosto de 2013

El sentido del desparpajo (las fantasías sexuales acorraladas).


“El escritor muchas de las veces lo es porque ambiciona destacar; lo es, para comprobar que su conciencia y razón, ambas, le pueden ofrecer el cielo o el infierno. Eso sí, ambos a su favor; cuando en realidad no sabe ni puta madre qué hacer con ellos, como consecuencia, desesperadamente se miente”. D. Rosas.
                        Segura estaba que todos veían pornografía a escondidas. Algo que nunca había escuchado alguien preguntara por ello. No dejaría por y ante nada hacer esa novela aunque el día tenga veinticuatro horas. Quedaban esos minutos tan apretados como los jean que le súper ajustaban desde ya, dos veranos pasados. No le sobrar el tiempo, y mucho menos, las dotes monstruosas del ego intelectual que tanta acción genera en el trabajo de un escritor común (rata patona). Café, alimento saludable; ropa para no planchar; peinado sofisticado para no maquillar; no escotes, no zapato clásico, pero sí satín en blusas abotonadas.
            Por muy rosa que le pareciera el resultado de dicha novela sería al final un descomunal intento por darle de nuevo un nombre a algunos espacios de su existencia, que eso sí le interesaba, no llegaba todavía a exigirse un trabajo intelectual respetable y de renombre, eso le importaba un pedazo de hoja de otoño, o tanto comer un trozo de carne fría. No estaba para exigencias irracionales, no por el momento.
            Entre el cacho de hoja de otoño y…
Tenía ya meses viendo videos pequeños de pornografía lésbica, hay algo en ellas: ese modo sereno, silencioso y un tanto más plácidamente creíble, ríos que le permitían tolerarles; agrandaba el verles con atención, por lo menos un par de minutos más a diferencia de los otros videos. Era que su inteligencia en impulso necesitaba ver el lado humano en su vida cotidiana; ese,  el lado floreciente de la humanidad sin que ella tuvieses la necesidad de deambular con acción en la peligrosidad bizarra del humano: no, con extraños nada. Ni los espontáneos buenos días. Menos con las imágenes púdicas de tanto ser sexual gimiendo. Ah, a, a, a, ay.
Vivir la sexualidad desordenada ocasionaría a su conciencia una desvariada realidad que de verdad no le interesaba. No eran los actos sexuales en videos lo que la hacían desear adentrarse a experiencias parecidas. U no, mucho menos eso. El ver, saber la curiosidad de conjeturar que las personas vivas hacen con su inconsciente de necesidad sexual, un algo que a ella la verdad lejos estaba de concernirle, pues experimentar por lo pronto no quería. Desencarnar más bien, por una parte, que la vida no pasaba fuera de su puerta en vano; porque el pretexto de la vida era ya desde hace mucho el realce de la misma. Vidita aquí, vidita mundana, pero con un enceguecedor sentido, eso sí peleaba, eso sí buscaba.
En los videos pornográficos de mediana normalidad: donde los hombres gozaban de una aparente fuerza tan garbosa como antigua; majestuosa en su brutalidad, tan pedante como arrebatada, tan, pero tan fuera de contexto erótico, tan de todo que terminaba tirada de la risa. Eran las mujeres pintadas en exceso y los hombres que las golpean al mamarles el pito tan absurdamente ridículos en masas. Por otra parte, veía los que están de verdad gozando al ser animales no sabios: sin gemiditos actuados; sin los bufos golpetazos masculinos.
Las mujeres de cuerpo perfecto, de peinados adheridos a la elegancia y a la vulgaridad, pero eso sí tan p e r f e c t a m e n t e depiladas. Lo que era al final, más envidia le daba. Pues esas mujeres de algún no gozaban dela conciencia rasposa de pensar tanto en sí mismas que su animalidad brutal no las convertía para ella en sólo seres sexuales: artífices de la realidad humana; o, esos machos por lo general de cuerpos nada perfectos, con actitudes salvamente desagradables e idiotas. Deberían envidiar a los grandes del Renacimiento. Sí esos, los de los videos, esos: las Vergas Gordas: que la quieres, que no la quieres, que pídela y frases cortas en inglés. Oh! esos… y las mujeres por supuesto muy jóvenes, tan pequeñas incluso de cuerpo; las que deben dar la impresión de ser las más sexuales. Inmensidad de Lolitas para tirar al cielo, ellas. Estrellitas que pueden ser colgadas en los espejos de los autos, en las paredes de algún taller mecánico o en la habitación de un adolescente susceptible. Ah, delicias pequeñas para nuestras pupilas.
En una ocasión descubrió en dos parejas realidades convincentes en sus movimientos una congruente armonía: en el modo en que se miraban y sobre todo como se tocaban el uno al otro. La primer pareja eran dos jóvenes mujeres que se estremecían la una y la otra y no en turnos, y con una sutil coherencia, entre sus blancas pieles no había pertenencia, había una solidez tan íntima que quedó sorprendida. En la segunda pareja era notoria al instante la realidad de ser tan cual; par de sexos opuestos y poseedores ambos, de un lenguaje corporal estimulantemente poetizado por el excesivo gusto del uno por otro, se tocaban el cabello, se cuidaban de las luces, se olían. Se vivían concentrados endeblemente en una materia de existencia en donde la razón no cabía en presencia, menos necesaria era.  Insultaba supongo, concluía ella, cualquier asomo de la razón. Ahora sí ni los grandes filósofos. 
Cuando por las noches el pensamiento arrebatado y sin orden la despertaba, corría a su cocina por un poco de agua fría. Líquido que al tocar sus labios le hacía recordar la compasión que ella ya era capaz de abordar para su siguiente amanecer; su consecuente día y la reapertura de constantes proyectos que llevaba siempre al unísono. Era eso, el reloj que la atormentaba sin ni siquiera sentir siempre el gusto por la cordura; la discreción de siempre manejar una imagen que los demás pedían: debía verse siempre presentable, es decir, la mayor parte de las veces con zapatos clásicos y ropa nada vulgar. Pero eso le quitaba tiempo: cuarenta y cinco minutos exactos en absurda demanda. EL cabellito en su lugar; la pelea absurda ante la senectud que otros tanta importancia le daban. Qué jodida idea.
Las palabras en su vida cotidiana eran algunas veces veneno para los que convivían cerca o en ella; a menudo se enfrentaba a la tortura constante de su amor a lo ególatra, alienígena sediento del corazón humano. Se mezclaban siempre.
 Esa sabia manía de cambiarse de nombre cada par de días ya no le divertía, la atormentaba. En quién debía convertirse después haber visto la película en donde el porno estrella debía acatar ordenes, después de esa película alemana, veía esos videos con otro sentido, algo encontraría en algunos deletreos, en algunos gemidos, aunque estos estuvieran hechos para cumplir otra función. 
De saber lo que observaba con atención: la bella necesidad de ser reconocidos, que en el fondo tal vez tenían los que ella amaba en, ante y frente a su nombre: la soltura, la mentira abierta traducida como honestidad.
Se aferraba a algo fuerte: pasaba cada temblor; cada que alguno de los que le interesaban pronunciaban de diferente modo y variante entonación, palabras rebuscadas de sentido y sinceridad, siempre con alguna emoción inútilmente escondida. Porque aunque pareciesen humanos en el fondo algo en sus cuerpos podrían mostrar, total era en ellos donde siempre la memoria mas trascendente se quedaba en el cúmulo del diario de los secretos humanos, cómo hacer para darse a Reacción sin que esas memorias se perturbaran al fundirse como si en ella habían quedado recuerdos que herían torturaban sus blandos pesares; los videos podían ser la estimulación más transparente y abierta que un poema vanguardista, porque de la fealdad encontraba ella el estímulo funcional de una reacción abierta y sincera en donde ella junto con otra persona escribirían mandamientos que pudieran ser destrozados o tatuados por pesares de ambos.
 Por fin había desmentido la fortaleza aparente del morbo al acto pornográfico, sin necedad ante nada, bajo la supervisión de una total cosmovisión serena; un tanto aguda y fiable.



Marcel Duchamp, 1967. 'Marcel Duchamp Cast Alive'.