martes, 24 de julio de 2012

Conmiseración.

Espinas encarnadas en piel sangraban al repetirse: nadie puede atender a dos familias a la vez. Con la extraña sensación de no saber a ciencia exacta que si todo el caos y angustia por su divorcio serían sólo paisajes en guerra o sencillamente, evocaciones leales a su amor por la muerte; pinceladas provenientes de su adicción a la autodestrucción. Su cuerpo perturbado de sensatez pedía un nuevo contacto a la lealtad de comprenderse por primera   a través de su familia actual: con adulto y pequeño.

Ahora todos; el adulto acompañante, y su pequeño; dos hombres que a ciencia cierta no estaban magistralmente interesados en  comprender la naturaleza de la necesidad de ellos hacia ella, ¿la tenían? ¿Ocuparán en algún momento entenderla?
 En lo que cuestionaba, se acercó una pareja que al inicio arrebataron su atención inicial sólo  por la expresión diminuta de extrañeza  que su inocente acompañante expresó cortadamente, pues rápidamente le interrumpió con una mirada de reclamo.
 Regordeta, de estatura baja; con blusa rosa e inteligente amabilidad acompañaba del brazo a quién desde lejos fácilmente se le podía reconocer como pareja. No se preocupe, a todos causa sorpresa, además así son los niños. Y sí, la constante insolencia humana de asombrarse indiscretamente ante un hombre con bastón, gafas negras y el andar a ciegas que irónicamente puede  caracterizarle. Siéntese señora dijo el pequeño. Gracias, hijo. Marca por favor a Antonieta antes de que se haga tarde, dijo el hombre ciego. Dame un minuto. Y te digo, a mí mis hijos me han costado lágrimas, de las grandes; tantas. Casi de color negro entendió ella. De niños, cuando mis hijos se peleaban entre ellos los amarraba a una silla y mira que esa idea la aprendí de mi papá, que bien cuidó de sus nueve hijos. A los dos, en una ocasión se los hice. Terminaron por supuesto acompañándose en el dolor de haber sido recluidos y supongo que se sintieron traicionados por mí que los amarraba bien fuertecito a la silla. Hace poco, en una ocasión les escuché decir que ese incidente los había unido más y que por esa razón desean tener hijos, varios según dicen.
 Y hoy mi marido sufre por su hija de catorce años. El mencionado, hablaba por teléfono con elegancia, atención e interés  alejado por supuesto con prudencia de las que lo escuchaban.
 Ha llegado el ómnibus. Mucho gusto señora. Pronunciaba esa formal expresión con total sentido. Agradaba verla serena, ordenada, y ligera. En contraposición con la muchedumbre, de aromas, y de rostros duros. Uno, delgado de edad avanzada, hermético; con camisa blanca tan planchada como iluminada. Seco, rígido, ausente. Al lado, la pareja del invidente y la señora que daba deleite conocerla.
Andar aquí entre tanto desconocido. Sin perfume, sin ropa atractiva. Al ver al hombre ciego llorar como dulce niño en el hombro de la amable.  Susurrándole al oído palabras de aliento, supuso. Era su dulzura, la sinceridad del llanto, el consuelo de una honesta acompañante. Pero mami, ¿por qué lloras? Por como lo cuida amor, no te preocupes de dolor no es.
Cómo dialogando con su observadora, la miró fijamente expresando preocupación. Él, de cuarenta y cinco gordinflón, limpio; seguro de sí mismo, con enormes y modernas gafas de sol. Ella tan pequeña, con gordos pies y sandalias extravagantes. Le habían hecho entender que ningún ser puede darse al mismo tiempo a los inventivas engañosas que gobiernan la vida de los humanos, ni al pasado (aliado al desamor y las críticas de una familia lejana) y al presente perturbado por tanto ruido, con tantos malos sabores.
Entendió que la naturaleza de la relaciones podían ser cubiertas magistralmente por el tono de la lealtad; el sabor de la compañía efectiva. O sea, lo contrario de lo que había conocido. Era ya el tiempo de reconocer sinceramente que casi todas las personas renombradas en sus angustias habían sido ajenas a ella. De ahí, tal vez la verdad de confiar en lo concluido. Soy yo, en gran medida la que atormenta, al ser precisa; curiosa, agresiva en mi reconocimiento silencioso; al saber desde hace mucho que no pertenecía a ese círculo de personas. Era, ese camión el símbolo de un pasado ya claro; siempre solicitado, ahora esfumado.





domingo, 22 de julio de 2012

Herencia, genética accidentada.


De nuevo atentada por las reglas de una familia convencional y alterada. Pero si es fácil de entender, mira confío en ti y queda entre nosotros. Como te quiero, puedo decirte lo  que creo,  así que de algún modo la orfandad que compartimos te duele menos a ti que a mí. Pero a quién diablos le interesa tu opinión si aquí la que tiene malas intenciones eres tú. Ni dinero tienes, ni un buen trabajo, mucho menos podrás tú aconsejar si siempre anduviste por la vida sola y haciendo quien sabe que cosas. Qué vas a saber bruja asquerosa. Lo había entendido, por fin se había dado cuenta que si permanecía cerca de esa escuela terminaría por dejar de ser fiel a sí misma y que en realidad sabía que ese tesoro que poseía no le pertenecía a nadie sino al preciado derecho de amarse así misma, aún sabiendo que nadie le enseñaría semejante peligro. Que de malo habría en establecer una vida íntegra, sólida; abundante, con valores desconocidos al parecer por esas tres generaciones familiares. La amabilidad, la cordura; el amor al conocimiento; la ruptura con la vieja escuela emocional. La de juzgar; manipular dejando así de amar. Lo que ella reconocía como la habitual desconcentración. La vida para ella tenía un rostro distinto. La familia no podía estar formada de falsedades; bandos, mentiras; irresponsabilidades, hipocresías, delicadeces, desagrados, vanidades. Locuras, reclamos o conveniencias. El concepto familia no existía para ella, pero sí la intuición y sabiduría de lo que no debía ser. Se le había lógicamente, desmoronado inicialmente la belleza innata de lo que sustenta y forma a la esencia de la familia; los muros, la invención misma, sana y relevante; el sentido humano, frágil y dulce; estable y con limitaciones innatas más no decadentes. Nada de esto estaba ahí. Su identidad estaba ya mágicamente programada a algo más sublime; íntimo, sabio. Ocupaba de una nueva y tajante vida en inventiva. Estaba ya casi todo preparado; algunos años fracturados, una profesión con base; aún juventud y sobre todo, mucha credibilidad y coherencia, todo lo necesario para no seguir conformándose con lo que era increíblemente ajeno a ella. Extraño a su naturaleza imperfecta. Era a estas alturas no una aventura su vida, sino una seria maqueta arquitectónica en donde cada pieza no podía ser ignorada. La incriminación de todas sus verdades por fin, habían encontrado la voluntad y la armonía en tan preciado y abrumado atrevimiento. Acudía por susto a estrategias ridículas e insultativas a su inteligencia sabiendo que dicha voluntad era su santo predilecto. No le rezaba, pero le mantenía una fiel devoción que entre silencios y rebeldías adquirió un rostro, con el tiempo, noble; un cabello sedoso y un cuerpo con perfecta armonía, en parodia y amor con el suyo. Eran su santo y su realidad, sus deberes y su coherencia blanco perfecto al acecho de un herencia sucia e incriminada. Sabía sin embargo que lo que ella en su momento consideró una pérdida de tiempo en realidad había sido justo y precisamente todo lo contrario. No había creído tanto en su vida, sino hasta ahora, que justo arrancaba irónicamente con todo su hacer, activo.

En importantes ocasiones acudía a su memoria: La violación aquella; la vulnerabilidad que le había causad. Tratò de encontrar un lugar seguro. Se dio de baja un semestre universitario y viajó a casa de las tías. Un par de caminatas; la reunión con una amistad masculina, sincera y tranquila. Una prueba negativa de embarazo encontrada y rápidamente un tren de regreso. No sabía qué pensar. Bueno, debe ser que el muerto y el arrimado al poco tiempo apestan. Las miradas de repulsión y rechazo las había descubierto entre silencios; expresiones de falta de humildad y sobre todo, entre las alteraciones de los errores que ella no reconocía. Lo importante hasta ahora era su sentido común, camuflajeado de incredulidad. Reconocía que su malicia era necesaria. No para actos negativos tomando ventaja de los estados de la personas sino simple y sencillamente para dar honor a su sutil ambición de amor. De cambio; no se veía discutiendo entre familia: mucho menos estableciendo esas dinámicas como fuentes de vida. No era malo reconocer el patrón de tres generaciones, era desconcertante no encajar en él.   Ahora vestiría no caderas amplias como las de sus tías. Engalanaría su ser al comienzo, de un nuevo impulso creativo. Una orden policial de restricción contra la que más envenenaba. La firmeza de mantener el temperamento de enfrentarse sutil y oficialmente al enojo de una mujer endiablada y una generación de tres décadas.


viernes, 20 de julio de 2012

De cuando su credibilidad se basaba en prestar atención.


 No dejaba de llorar a pesar de conocer el paraíso de su credibilidad. Confiaba sí, más en sí misma que en las sonrisas falsas de los demás. Había por fin reconocido que no había nadie más valioso, en su andar, que los dos seres que crecían paralelamente a su lado. Eran ya sólo tres. Partía por fin su corazón infantil fuera del remolino con pequeñas y modestas alas invisibles. Estuvo golpeado por mucho tiempo, corazón certero. Conocía su fragilidad. La toleraba con tanto amor, que había días que no identificaba el color del sol, si rosa o azul. Cabía su entusiasmo en una caja de palomitas acaramelada. Años de sentir que se alejaba del entusiasmo genuino. Con tanto dolor por muchos años lo había compartido en su mochila con algunas personas familiares a ella, fortuitamente cercanas a ella. Había tomado la decisión de arrojar esa mochila al mar para que nada malo de ella la persiguiera, ya fuese a ella o a los suyos. ¿Cómo hacía para que nada contaminado entrara de nuevo a su vida? ¿Cómo pedir ayuda cuando estaba segura algún día la ocuparía? Todo lazo, yugo, tendencia; la credibilidad familiar se había roto. Le quedaba un desierto; el mar invisible, fresco y estable dentro de ella para continuar el seguimiento que su interior había prudentemente entablado diez años atrás. Seguiría nostálgicamente su nuevo recorrido.





jueves, 12 de julio de 2012

El desequilibrio como fuente de vida, comprensiblemente algo pasajero a decisión.


Bajo la calidez odiada de un desierto (que con el tiempo se había convertido en un espacio inevitable para ella), desarmaba por completo su ropero: fotos, ropa de lencería, y ropa que le daban ahora una exótica figura. Siempre el excesivo calor, lo había visto como el mayor signo de desolación. El sol petrificante, las siempre arenas inagotables que como novias lo acompañaban pero sobre todo, el desamor del que ella había sido testigo. Esa ciudad desértica, su sequía. El desierto; sus relaciones afectivas y la intolerancia de otras a su natural tendencia de explorar en su independencia, en su derecho a una libertad que para entonces estaba ya educada. La alegría e ingenuidad que la distinguían. Al parecer, esos eran los defectos, los motivos del odio; del rechazo que recibía. Cada día vio en cualquier espejo su sonrisa hasta que poco a poco fue desapareciendo, cautelosamente fortalecía esa prudencia esperando por su apropiado momento. Las serpientes siempre arrastradas envenenando con sus lenguas. Podía ver en ellas lo que reconocía en esencia por desagradable. Sus modos de expresarse ante la vida; (como veían, y hablaban de la vida de los demás); sus constantes y cada vez más intensos atrevimientos de menospreciar y tratar inferiormente a los demás.  Esa noche había descubierto en los insultos, en el morbo y en la burla de las demás, una sola verdad: ya más daño no podían hacerle y el mapa emocional que en ella habían dibujado, había por fin, encontrado el lugar apropiado, sabía de nuevo dónde ubicarlo, y lo que era mejor aún, ella tenía el control sobre eso. Ellas, no tenían más el poder ante su prosperidad. Se miraba por las noches, detenidamente. Se enmarcaba sus rulos para engrandecer el encuadre que tanto le gustaba en su rostro. Sus brazos un poco flácidos sabían de la enmarcada presencia de su aún femenina cintura. Lloraba sin saber por qué algunas veces se sentía encerrada en la escrupulosa realidad de vivir construyendo la vida de adulto. No era más, culpa de esas bestias. Sus perversidades la habían hecho forzosamente renombrar un territorio nuevo: la aventura de reconocerse sola ante la vida; sus cariños no eran cajas con recuerdos, estaban llenas de confusiones; de siempre  presentes, mensajes subliminales. El discurso detrás del discurso. Estaba casi obsesionada a intentar descifrar lo que en realidad cualquier persona deseaba decirle a través de palabras, esto producto de haber crecido sin que nada se le explicara. Lo que por lo mismo le daban el reconocimiento de desequilibrada. Era lo que no le decían abiertamente: pienso que eres esto, tu presencia generó tal cosa, no soporto de ti tal realidad, etc. Le  costaba tanto trabajo confiar; porque en el fondo eso era sinónimo de abrazo. Sus recuerdos estaban anulados; ensangrentados; enmohecidos. Estaba asustada, habían pasado un año, un par de meses sin serenidad. Sin la cordura que siempre sola habían conocido. Le había causado mucha impresión el haber sido acechada en el túnel familiar. Estaba cansada, aterrada. Había ya descansado mucho en la impresión y certeza de su intuición, ya eso no servía más. Su belleza no era la alegría por lo vivo, por lo asombroso; su fuente de hermosura estaba compuesta de fragilidad, de tiempo, de constancia, de serenidad; de vida propia. Había convivido mucho tiempo por un solo rostro, el  de ella; el de un silencio asfixiante acompañado por una rebeldía siempre elocuente y firme. Incomprensible para algunos que esta insubordinación le produjera algún bienestar, era sólo una clara manifestación de su incompatibilidad para aceptar falsedades, torturas o insultos. Se limitaba simple y sencillamente a seguir fiel a lo que seguro sí tenía: su existencia. Le pesara a quien le pesara ella no haría más nada por la mirada de la comunidad que había conocido en su niñez. No se sentía huérfana de padres, ni de amores, lo que era peor por hacer caso a ello, se sintió por mucho tiempo huérfana de sí misma. Se comprendía, aunque la carne de su alma estuviese quemada, en llagada; marcada, herida. No conocía la afirmación que de ella había ya escuchado: te importas sólo tú.  Era la prueba máxima de humildad que se le presentaría. Herida, podía aún, ofrecer su mano. Silenciosamente, sin ser querida, mucho menos valorada regresó a su identidad: un compromiso laboral serio y productivo; una disciplina física para estimular la belleza y la energía de su cuerpo; y el desarrollo de otro corazón cercano a ella. Sencillas fotografías; la presencia de compañías amadas y sobre todo, tiempo para seguir el recorrido de su vida sin pensar día a día en las torturas que había conocido a falta de maldad y voluntad.




sábado, 7 de julio de 2012

Baúl



Cabían sus pocos secretos en las líneas de sus manos. Veía en ellas su lado masculino. Ingenua, siempre sintió que tenía algunos de radical importancia, ignorando que eran mares en donde ella había nadando atragantándose en aguas saladas. Compartió los importantes y eso la desgarró. Notaba claramente la diferencia entre la libertad que tenía de poseerlos y vivir con ellos con la desvalorización que cualquiera pudiera hacer de estos. Tuvo siempre el derecho de embellecerlos aunque para un Otro fueran, incluso  acciones repudiables. Importantes aquellos que dieron alegría, o sencillamente aquellos que le hacían sentir orgullo seguido del autoreconocimiento y orgullo común: el mundano, o incluso y por qué no, una infinita vergüenza. Sin distinguir mucho entre ambos,  contenta los traía en ella. Sus manos la delataban, parecían refinadas, largas, grandes, poco discretas. Tres eran las líneas sueltas, claras y evidentes que dibujadas en sus palmas fácilmente aclamaban atención. Pero si quiero te cuento decía, si deseo te confieso cualquier cosa. Las vergüenzas que ella procesaba en su memoria eran generadas por un profundo dolor, una desacreditación silenciosa y presente hacia, irónicamente, su existencia y lo que era peor, era Uno el que había insistido en mostrarle esos rostros al idolatrar  sus secretos; ella ni siquiera se interesaba en evaluarlos, mucho menos desprestigiarlos. Sus secretos eran a fin de cuentas historias que ella había vivido con ternura y  en algunas ocasiones, con mucho atrevimiento. Atentó contra ella al intimidar. Eso no le parecía imperdonable, pero sí el no haber podido distinguir a la especie puerco-humano. Sin importarle, seguido intentaba ocultar esa desvalorización en su maleta, en su andar y sobre todo en las intenciones de sus conocidos.  

Acomodando todo en cajas.



Como sentirse de nuevo protagonista, si tenía mucho tiempo sin seguir su destino. Reconstruir sin saber por dónde comenzar. Suponía por lógica que primero  ridículamente lo haría en su mente. Idealizar, organizar y llevar a cabo; un poco de suerte, mucha fidelidad y un hilo de honesta fe. Luego, en el edificio nuevo de su vida. Le gusta mucho la idea de pensarse como un ser sencillo, a pesar de la sonrisa irónica que siempre le produce esa mentira. Lejos de serlo, siempre vivía intentando comprobarlo. Al cocinar, al caminar, al tomar un taxi, al escribir, al sonreír. Al ser imperfecta. Empezaría, sí primero por comenzar a estar a solas largas jornadas nocturnas. Verse rota como trozos de vidrio, acompaña por fría e insípida comida y por fin, aceptar valientemente lo sola que estaba.  

Nueva mudanza, gran expectativa. Su hijo ya sabría que esperar. Una casa grande, toda para ellos dos. Conocería en el estudio de su madre una nueva dimensión en la que por respeto nunca entraría. Había hecho ya el acuerdo con él mismo de nunca interrumpir el espacio que su madre sabía él que nunca estaría de acuerdo en compartir.

                                                        Pintura de Froilán León Orozco.

miércoles, 4 de julio de 2012


De treinta y seis, con dos años de matrimonio. Lo más difícil para ella era amanecer en la piel de los dos. Una, la de nueve años, y ella ya con una profunda necesidad de difícilmente generarle una vida acorde a la necesidad psicológica de ese niño. Todos los días, se recordaba la formación emocional  incompleta que accidentalmente le había tocado conocer en su vida. Ella, la madre, él quien de algún modo la recibía. Hacerle creer que la vida vale la pena; ser feliz parece ser una mentira tan llena de piedad. Cuidar su corazón al punto en donde sus cualidades se convirtieran en herramientas y sus defectos, en amigos distantes para que así aprenda a ser él mismo su aliado fiel. Ella la portadora, él el receptor. Ella la escritora, él el lector.

 De cuarenta y tres años. Con una cordura asfixiante, con una razón siempre huracanada y con una presencia amatoria nunca ausente. Y ella, sin brazos para sostener ¿De dónde le venía ese ruido de conciencia que le hacía reconocer sus limitaciones, algunas ineficiencias emocionales? ¿Cómo cuidarlos, y que a la par no se sintieran defraudados por las limitaciones que ella tanto reconocía?

Era el diario lo que la hizo atreverse a matar en su narrativa al primero que la había violado sin penetrarla. En su recuerdo sabía que tenía cinco años, luego siete, para que al final pudiera verle postrado en una silla, encadenado en ella, por fin como animal indefenso. Su vejez era tan podridamente estable, que en el fondo, a ella a sus escasos años supo diferenciar entre la alegría de ver a alguien derrotado en inmovilidad para que simplemente no se le acercara más. Su aroma era cada día menos tolerable. Imposible de ignorar: maíz,  la tortilla de maíz y su siempre extraña seña de que se le acercara para ver cómo se tocaba sus genitales. Extraño era para ella, eso.  Creía sólo que los genitales eran para usarlos al defecar u orinar. Su largo cabello peinado y brilloso quedaba sin color. Su sonrisa quedaba perdida entre sus medias rojas, y sus bellos zapatos blancos.

Irónicamente el segundo, e igual, fue un hombre con canas pronunciadas. Asistía a unos cursos de meditación para olvidar un poco la muerte de su enamorado. Por lo regular eran clases en grupo como suelen ser este tipo de cursos. Un día, acompañada del respeto que sentía por el regulador de esas clases, lo acompañó a tomar un té en donde éste le explicaba que ella ya estaba preparada para hacer otro tipo de meditación. Ella sorprendida y sin malicia aún a pesar de sus diecinueve, sintió sólo un poco de sorpresa. Le ofreció un té y miró fotografías de su esposa, una mujer de baja estatura pero con un tan limpio rostro. ¿Adivina qué? Mi esposa era monja, dejó esa vida por mí. Y sólo recordaba haber estado sentada en un sofá. ¿Por qué estoy desnuda aquí en su cama?¿Qué fue lo que me hizo? Llorando se vistió asustada. Fue cuando el hombre la siguió y la convenció de llevarla a tomarse un té a un lugar público y disculparse por lo acontecido. Se tuvo que mudar de la ciudad, darse de baja de la universidad por un semestre y volver después de medio año. Esperaba el día de verle a los ojos y hacerle saber lo que en ella pasaba después de esa absurda y repudiable experiencia: estaba por fin el hombre, sentado a solas y en espera de su hijo. Despacio pero con profundo deseo al verle ella por la ventana se dirigió a él diciéndole: lo que usted hizo fue una chingadera, lo que hizo no pudrirá mi credibilidad en la gente más adulta, o de verdad respetable, es un hijo de puta en todo su significado, no se vuelva a topar conmigo en ninguna parte ni mucho menos diga mi nombre que iré con su hijo y su esposa a decirles lo que hizo. Hijo de puta. Se dio la media vuelta y liberada tomó un libro económico de una obra de teatro de Octavio Paz y lo miró de nuevo dejándole en sus arrugas el odio y desprecio que llevaba ya acarreando desde niña.  
 
Su habitación: una casa para ella. Todo su mundo se reflejaba en esas paredes pintadas. En el sillón individual, tan café. Aterciopelado. En su closet, las dimensiones de las prendas que juntas formaban una falta de armonía que le parecía irónicamente exquisita. En el techo, una medalla colgada con un fino hilo; la misma imagen conocida en su niñez y que igual la acompañaba al dormir. Era el lugar dónde de verdad creció. Donde les dio vida y llanto a sus muertos; donde sus poesías la reconciliaban con la miseria que percibía de algunos que se le acercaban; sus gustos. No sabía qué le gustaba más, si las plantas que fácilmente se le reproducían en ese su hogar; o la música que la esperaba al llegar a casa habitualmente después de las diez de la noche y que ella misma dejaba encendida para sentir la calidez de una bienvenida Estaba ya imponiéndose a darse esa muestra de cariño. Su familia era su alegría. Las canciones predilectas en sus amaneceres. 

Caminatas a las siete y media de la mañana; dirigirse con un poco de frío a la biblioteca de la universidad. Su cabello largo, mojado. Sus pies poéticamente chuecos. Sus suéteres blancos, sus overoles. Las postales en la pared. Era tiempo ya de dejar su felicidad y volver al lado de quiénes le explicarían detalladamente el porqué no tenía más familia.



Cansada estoy de tus locuras. Sal de mi casa, no vuelvas a ella. Su cuerpo pesado no sabía ni con qué excusa deshacer lo hecho y lo único que se le ocurrió fue insultar. De rodillas, a solas. Quedó llorando en su cama, suplicando con profunda sinceridad, valor para divorciarse de la que ella había conocido como madre, no tendría más desazón, ni absurdos en su vida, es cuestión de que le hagas a entender que tu separación era la opción más sana para tu vida, para tu continua formación. Ya no habría insultos, intrigas, ni mentiras. Sería ella sola con el pequeño que había concebido como bendición. Sin imaginar la labor a la que se presentaría constantemente: No señora, a  nosotros nos parece que su hijo no es feliz y suponemos que tiene problemas en su casa. Ha intentado medicarlo. Sería una solución inmediata, además si pensamos bien sino hace algo ahora mismo, no podrá controlarlo más. ¿Controlarlo? A quién diablos le interesa eso. Era lo único imperdonable, saberse una madre que no proporcionaba la sencillez de la vida a quién tan enorme y fácilmente amaba. Sino podía hacer eso, no podía hacer nada más significativo en su vida. Tan fácil era amar a su hijo y no saber darle una vida divina que lo formara íntegramente, porque eso es la felicidad, o ¿no? La puta realidad. Y ella desesperada al ver que su cuerpo, su vida, su tiempo tomaba una forma sin el control ya de su alegría inmensa que le producía la aplicación a uno de los talentos que más amaba de ella: el amor al aprendizaje que le diera fortaleza para honorificar su presente, su vida. Conocía a la vida de atender coherentemente sus amores por la expresión, sobre todo por el gusto de la actividad al entendimiento.  Seguir viviendo el tiempo para crear una vida digna ante  lo que la tenía en esta existencia: su sensibilidad e  inteligencia ilustradas por su voluntad y acción.  Era más, la vida que estaría pro defender de nuevo tenía una claro perfil: la integridad. La vida ya tenía un especial sentido porque vivía incrédula; callada, pensativa y amando serenamente y a pesar de ello, muchas de las veces angustiada.