sábado, 30 de junio de 2012

La ventana montañosa.


Su habitación: una casa para ella. Daba siempre puntualmente el pago de la renta. Tenía esa cuarto unas escaleras en forma de caracol, debajo, una cocina que compartía con los inquilinos del enorme edificio que encajonaba su preciado hogar. Por las noches, escuchaba el malestar de Abel, su vecino; el delgado y amable enfermo que sagradamente le compartía de su carne, a la primera oportunidad que este tenía. Ella intuía que algo le sucedía, tal vez sida, tan neumonía y que por prudencia nunca preguntó. A pesar de esta notable preocupación, todo su mundo seguía  reflejándose en esos muros pintados. En el sillón individual, tan café. Aterciopelado. En su placar; las dimensiones de las prendas que juntas formaban una falta de armonía que le parecía irónicamente exquisita. En el techo, una medalla colgada con un fino hilo; la misma imagen conocida en su niñez y que igual la acompañaba al dormir. Era el lugar dónde de verdad creció y no donde había pasado los últimos diecisiete años. Dos ya en esa habitación casa. Donde les dio vida y llanto a sus muertos (los que vivían y los que no); donde sus poesías la reconciliaban con la miseria que percibía de algunos que se le acercaban. No sabía qué le gustaba más, si las plantas que fácilmente se le reproducían en ese balcón poético; o la música que la esperaba al llegar a casa habitualmente después de las diez de la noche y que ella misma dejaba encendida para sentir la calidez de una bienvenida. Estaba ya imponiéndose a darse esa muestra de cariño. Su familia era su alegría. Las canciones predilectas que ritualmente escuchaba en sus amaneceres, que siempre estaban impregnados de buen humor. 

Caminatas semanales a las siete y media de la mañana; dirigiéndose con poco de frío a la biblioteca de la universidad. Su cabello largo, muchas de las veces empapado. Sus pies magistralmente chuecos. Sus pullovers blancos; sus overoles. Las postales en la pared. Era tiempo ya de dejar su felicidad y volver al lado de quiénes le explicarían detalladamente el porqué no tenía más familia. Y de su abrupto y repentino crecimiento.

 Sal de mi casa, no vuelvas a ella. Su cuerpo pesado no sabía ni con qué excusa deshacer lo hecho y lo único que se le ocurrió fue insultar. De rodillas, a solas. Quedó llorando, suplicando con profunda desolación, valor para divorciarse; no tendría más desazón, ni absurdos en su vida, es cuestión de que le hagas  entender que tu separación era la opción más sana para tu vida, para tu continua formación. Ya no habría insultos, intrigas, ni mentiras. Sería ella sola con el niño que había concebido en bendición. Sin imaginar la labor a la que se presentaría constantemente: No señora, a  nosotros nos parece que su hijo no es feliz y suponemos que tiene problemas en su casa. Ha intentado medicarlo. Sería una solución inmediata, además si pensamos bien, debo decirle que si no hace algo ahora mismo, no podrá controlarlo más. ¿Controlarlo? A quién diablos le interesa eso. Era distorsionadamente lo único imperdonable: saberse una madre que no proporcionaba la sencillez de la vida a quién tan enorme y fácilmente amaba. La puta realidad. Y ella desesperada al ver que su cuerpo, su vida y su tiempo tomaba una forma sin la constante de la alegría inmensa que le producía la aplicación a uno de los talentos que más amaba de ella: el amor al aprendizaje, no tenía tiempo para él. Desde cuando había implantado esa ausencia. Y como lo había logrado si nunca se había implantado dicho absurdo. De donde obtendría fortaleza para honorificar su presente, su vida. Conocía la existencia de atender coherentemente sus diversos amores: por la expresión; sobre todo por el gusto de la actividad al entendimiento.  Seguir viviendo mal el tiempo que según ella creía era para crear una vida digna ante su irrepetible existencia: su sensibilidad e  inteligencia ilustradas por su voluntad y acción. Habían sido su eje certero.  Iría en aumento por supuesto, la vida que estaría por generar; tenía una claro perfil: la integridad. La vida ya tenía un especial sentido porque vivía incrédula; callada, pensativa y amando serenamente y a pesar de ello, muchas de las veces angustiada.

Es lindo el refrigerador de esa casa. Obsesionada por oler las montañas que veía que casi la alcanzaban tras el vidrio de la inmensa ventana; le besan la espalda. Eso era uno de los encantos de ese hogar. El gato rechazado, las sandalias de piel y su siempre ropa azul. Sobre todo, el convivir con el amor en un hogar nunca antes conocido por ella. Las vitrinas enormes, tan grandes como las pequeñas miniaturas que de noche brillaban. Muchos gusto hija, esta es tu casa. Cuando desees vuelve. Esa, esa mesa que daba a la ventana tan extraordinariamente vestida del verde de las vanidosas montañas. Su casa es hermosa, muy linda de verdad. Sobre todo ese refrigerador con espejos. Guapo es sí, pero cuesta mantenerlo limpio.

Es su auto blanco, sus manos delgadas siempre buscando el sonido delicado y prudente en la radio. Insatisfecho por el mal sonido o por las vulgares voces terminaba la mayor parte de las veces apagándolo. Eran esos cuerpos fuertes, delgados, impacientes por conocer en su calor la multiplicidad del tiempo. No había estrategia para el cortejo, mucho menos para la seducción. Ni tomada en cuenta era. En un lugar viejo; en la cochera; en el parque a plena luz del día. Siempre eran.

Calles generosas; caminaban entre los pequeños puestos. Los artistas mostrando sus ilusiones. Un collar con una piedra óvalo, con un círculo en su centro. El primer abrazo. Días de casa, a la biblioteca, de la biblioteca a sus cursos universitarios. Al final, la lluvia alfombraba su recorrido. Un par de días y el diálogo ¿Cómo supiste que estaría aquí en la biblioteca a estas horas? Lo supuse nada más ¿Comemos? Gracias, sí.

No estarás más sola.
El collar de madera en su pequeña caja le mostraba la vida que le esperaba.  

Ya sabían ambos de su avanzado cáncer. Era su cumpleaños, mojada en toalla abrió la puerta de su habitación. Siéntate por favor, te ves muy pálido. No debiste subir. Es mucho para ti. No importa mira: globos, un bello vestido color piel, un par de amabilidades por parte de su familia y su sonrisa temblorosa, el sudor en su frente. Lo sabía, lo ya veía venir, descuida. Tiró la toalla a sus dieciocho y se dejó doler. Era extraño, no era ni siquiera en impulso placentero. Ni sabía siquiera que eso era el camino a la acción placentera. Mucho menos.  Era, eso sí, un momento en extremo amoroso. Su cabello largo, suelto, sobre su pecho. La música siempre de visita, su planta, sus libros, sus anotaciones, sus diarios. El vestido, y ahora la noticia. No, es ya seguro. No se me quitará el cáncer. Lo evaden, pero es así no me recuperaré más y no deseo que estés más a mi lado. Se levantó, se puso la nueva piel. Acarició su elegante coleta ¿Vamos a casa de tus padres?

El resto, cuidados y complicidad. El verle su cabello largo y fino en corto. Su mirada profunda quebrada por el espesor de una rabia callada. Los padres, lloraban en rincones e intentaban siempre agradecer la compañía que ofrecía. Vivía ya con esa familia. Se le trataba como tal. La elegancia, el buen gusto, la seguridad, el amor y la profunda serenidad que experimentaba seguían dominando. A pesar de las lágrimas, reclamos y súplicas de las que había visto en esa enorme casa enmontañada.

Inmóvil lloraba, la sangre le corría por su sonda. Sus venas eran notorias, si belleza seguía triunfando. Estaba encuadrado de quiénes por igual le amaban. Con bata blanca, se despidió horas antes, con el trato amoroso y cordial que ella conocía tan bien. Su ataúd de madera, la rosa de despedida, la misa. La novia pasada de nueve años. Las intrigas, los grandes cariños. La continuidad de una vida.

Nuevos amantes, pocos cariños más nunca amores. Era tortuga cuando se trataba de entrega. Les veía como parte de su formación. Los  hombres habían pasado a ser gente joven a la cual sólo estaba interesada en sonreírles, sin burla. Incluso, con generosidad. Sin notar claro, la avaricia y el abuso; la distorsión de la externa apreciación hacia su persona. Era evidente claro, que le importaba menos incluso, que la idiotez ajena. La cual era ignorada, más no invisible a su conciencia.

Era huérfana. Su madre había renunciado a ella sin razón alguna. Por absoluta falta de madurez. Y su padre, cansado estaba de decidir una vida a sus cuarenta y dos años de edad. Tomó su maleta con algunos papeles que comprobaban su identidad como ser existente.  Y le respetó su pedido. Se vistió de ella misma, se acolchonó de las reservas de amor de las que había sido felizmente testigo. Vida sólo, en el camino ilimitado de su pasión al aprendizaje. Nada que temer. Nada qué llorar.

viernes, 29 de junio de 2012


No podría fallarle esa corbata, era mujer: una joven y radiante mujer de brillantes ojos. ¿Cómo la ciudad le negaría algo? Si era dueña de ese frio. De  esa nueva y tan esperada experiencia. La ciudad corrían de prisa, su interior solo recordaba que era importante verse elegante, parecer gata; podría ser hasta ahora su mejor idea. No podría más aceptar a nadie de su ciudad, de su pasado, pues deseaba tanto compaginar con esa sed de pertenecer una vida, nueva como ella. Pensar que apenas dos años atrás su madre le había sugerido casarse con se bello novio de diecinueve, amoroso y estable. Su sandalia, sus siempre vestidos cortos le hacían sentirse prudente. La luz de los días estabas cubiertos ahora de lluvias. Vivía obsesionada con ellas y con su aroma. Corría por las mañanas de rodilla como gata en celo por esa alfombra para poder oler el aroma a dulce tierra. Desde su alta ventana adquiría la satisfacción de recordarse que por fin vivía hospedada en ese nuevo edificio con Rosa, la mujer solterona de la que sin exagerar,  tan bien le habían hablado. No le interesaba, obvio conocerla, sino compartir con ella amistosamente ese dulce departamento con aroma siempre a limpio. Ella sin embargo, a diferencia de Rosa, corría e incendiada con la nerviosa sensación de mantenerse delgada. Disciplinada. Podría de nuevo correr aunque sus defectuosos pies no se lo permitieran. Total, ahora la ciudad sólo sabía de ella su nombre, conocía su largo y rizado cabello; sus ojos oscuros que tan bien compaginaban con las camisas excéntricas que había adquirido del amado closet de su padre. Podría sin duda subirse a esos taxis de ruta que le había mencionado la apática de su vecina. Era eso, su primer día de vida.

Era temprano. Era ese joven sin atractivo pero de andar firmemente elegante, silencioso. Le coqueteaba sin perdón a la mujer normal, de cabello lacio. Eran simples para ella, pero el chico parecía estar dispuesto a algo. Era ese pin de Bach lo que tanto le había gustado de él. Te veo en la cafetería de aquí de la universidad. Sí, sin falta a las once de la mañana. Pero prométeme que iremos a un mejor lugar, este lugar es extraño. Feo, pudieras mejor  mostrarme un poco de la amabilidad de esta ciudad, tú que la conoces.

Leía. Ella apresurada por llegar un poco tarde le vio leer una novela: Drácula. ¿Desde cuándo lees eso? Está interesante. El amor es algo eterno. ¿No lo sabías? No. Supongo que tendré que leerla. Su aroma, el aroma y su ropa siempre azul. Era un restaurante con ventana al olvidado mar. Era un joven que se preocupaba por llevarla a un lugar dónde la comida era vegetariana. Sí. Este lugar es un lugar para ti. Fue su primera insinuación. Tirarle un trozo de árbol en su pecho. A los días, mostró la belleza de la bahía de la ciudad vecina. Y me mostró la casa de su familia.

jueves, 28 de junio de 2012


Era desprestigiarse. Su cuerpo no poseía la liviandad que le daba el caminar por la ciudad. Estaba siempre a solas en un espacio pequeño en donde por las noches podía conocer su diálogo. En la mentira amada de creer que el silencio de la noche le aligeraba las responsabilidades normales de su vida de adulto.  Una salvación, el camino de encontrar religiosamente el trabajo por el que tanto se había preparado. Se daba cuenta, al hacerlo, que el paso del tiempo le había dado la oportunidad de no sólo descansar absurdamente, de las demandas sabias, prudentes y siempre exigentes de la vida. Se veía ya cansada de no parecerse a sí misma. Sabía ya desde algunos meses que la perfección de sus diálogos internos, en el fondo le dictaba el camino. No era algo que pudiera ella comparar con la simple coherencia de llevar una vida sensata y tranquila. No era eso lo que la perturbaba, sino conocerse a través de los riesgos que siempre estaría por conocer por medio de sus decisiones. Lo que más le atemorizaba era saber que todo lo que ella  hacía y decidía influirían directamente en la vida de otros. ¿Cómo?, ya no tendría la oportunidad de conocer la felicidad por medio de la salvación de vivir su libertad con la serenidad de no perjudicar a nadie, y robarle un poco de su excesivo tiempo para seguir generando egoístamente un modo de vida a pleno gusto.  Egoísta era. Triste por sentir esa necesidad.

Deja de dejar todo por la habitación, sin ningún orden. Está acá tu cerebro, tu vientre tirado debajo de la cama y tu entrañas debajo de la almohada nueva. Le decía.

Corría apresurada a dejar un poco su olvido debajo de las sábanas.    

Foto de Pier Paolo. Adquirida del muro de facebook de Rafael Alomar Company.

La ambición del orden embellecido



Abierta de piernas, descolgada de su elegante vestido ajustado y  estilizado por su tan explotada disciplina alimenticia, sólo creía poder sostener el calor del sol, más que el de su aliento. Así comenzó el cambio de una vida en catarsis con la firme intención de intentar aquella bella filosofía de su juventud: el considerar que su vida podría ser por qué no, aún una obra de arte. Era posible todo, ante la existencia de todo lo que vertiginosamente ella al comienzo estuvo accidentalmente obligada a vivir, en su vida afectiva y familiar. Su vida hasta ese entonces había sido, un dulce huracán y para que este colaborara a su natural y tan merecida felicidad debía de algún modo comenzar a establecer un sentido coherente y más inmenso que todo lo que ella había conocido sin voluntad. No dejaría que de nuevo su vida adquiriera forma por lo que ella no elegía, porque aunque los que la conocían no lo apreciaban así, hasta ese entonces sabía su peculiar consciencia que su sensibilidad y formación personal no podrían estar más controladas por los diversos destinos que accidentalmente conocía a la perfección.

Sería capaz de no maldecir sin nombrar a alguien; podría invocar ayudar silenciosa con su sonrisa abierta pero ahora encarada baja otra perspectiva; o seguiría intentado explorar en el centro de una inteligencia abierta y fingidamente tierna dando así un honesto nuevo andar.

Ni elegante, ni lúcida. Ya esas obsesiones no eran necesarias, no más. Pues esos rasgos ya estaban, en grado incorporados en su personalidad.
 Observó el par de carpetas con trabajo acumulado y sin más, acudió libremente a explorar en su diario. Hábito que había comenzado a temprana edad. En esa ocasión, escoltó el comienzo del eterno luto de saberse ahora huérfana. Obligada a ello, tenía en el fondo aún su vida un sagrado orden que dispuesta estaba a enaltecerlo.  

Y como escribirle querido, pensaba ella, que su afán por mantener su caballerosidad podría traer una sola consecuencia: una profunda reconciliación con la cordura que desde hacía ya tiempo ella trataba y vivía en soledad, podría ahora compartir sabiamente su ambición de seguir el permiso de encontrar en su intensión la acertada autoconfianza que desde hacía ya tantos años se había establecido con... majestuosidad. La genuina amabilidad de un ajeno le hacía recordar y agradecer la importancia de su preciada y callada fidelidad a sí misma. Sabía que no era relevante incluso, compartírselo a esa persona, pues muy interesada en saber lo que producía en ella no estaba, ni ella. Desde jovencita había comenzado un diario con historias ficticias de amores que se inventaba, de esos correspondidos con un profundo sentido de heroicidad castrante: los personajes por lo regular eran la imagen de una persona real con la gran distinción que ella los transformaba en lúcidos seres; héroes protagonistas que le rescataban de sus largas noches sin sueño y que a la par, la acompañaban durante las horas en las que pasaba pintando la pared de su habitación. Y con el tiempo,  épicamente ella terminaba salvándose de esos seres que en realidad con el tiempo casi todas las veces se habían convertido en personas desagradables con ciertos, eso sí salvables cogidos de humanidad. De algún modo estos amores inventados le mostraban la apertura de una vida nueva a su imaginación, a su deseo de contacto ante una inteligencia estructurada para crecer en la imaginación, en ella misma y en personar de algún modo tanta falta de atención que en su familia había sufrido. No era romanticismo, claro que lo tenía; ni el padecimiento genético: la carencia de amor. Nada de eso, era el coqueteo seguro y permanente de creer que ella era libre de conocer amores sin considerar el agresivo hecho de que fuesen tan finamente inventados, y lo que era mejor aún, estos eran creados a pleno gusto bruto, sin tanta mente metódica y útil, era todo sin mentiras ajenas, sin carencias.

 Embellecía así la fealdad real de los protagonistas que con el paso del tiempo, se convirtieron ante sus ojos en gente bruta, apática, vulgar o falsa. Había comenzado a comprobar que la actividad de su imaginación nunca sería una pérdida de tiempo, ni mucho menos algo dañino para su intuitiva vocación. Su profesión de artista estaba ahora ya maravillosamente justificada a temprana edad y lo mejor era que estaba enmarcada por una fidelidad a ella misma. A ésta, a la que ya nunca podría renunciar aún si ella erróneamente lo decidiera así. Su joven imaginación sería ya la vestimenta predilecta; que no sólo protección le daría.

Sus faldas cortas y en ese entonces, sus muy delgadas, delgadas piernas; su cabello rizado y su sonrisa abierta, permanecían enmarcadas siempre por los audífonos viejos, por su ropa setentera y por los libros que la acompañaban aún más que sus familiares, o compañeros de escuela. Tenía tiempo y lo usaba sabiamente; siempre por igual tenía la disponibilidad de observar la normalidad de las personas de su edad,; no iba con ella el desenvolvimiento social que las jóvenes de su edad mostraban, ella más bien  adquiría de algunas distinciones de esos jóvenes, podría ser señalada con distinción por su modo de vestir o simplemente juzgada por sus claros intereses.

Se veía ella a menudo ante sus vestidos;  su silueta con imperfecta decadencia, siendo esta tan tenue como el color de su lápiz labial. Se escribiría cartas tomando ventaja de las noches avanzadas;  sobre todo en la pesadez de sus madrugadas  que siempre han sido sus predilectas. Ningún silencio para ella,  más hermoso que cuando imaginaba dormitar al mundo entre piyamas y camas distendidas. Era cuando abría su cuaderno con aroma a otoño, y de donde extraía alguna foto vieja y cautiva de su rostro en niñez. Hacía siempre líneas de cuerpos pequeños, la mayoría de hombres perfectamente imaginados. Que para su sorpresa habían colaborado para el conocimiento de una sana y fructífera Otredad.






  Foto de Jonas Mekas, adquirida del muro del facebook de Rafael Alomar Company.